Hay
películas que podríamos calificar como necesarias, en el sentido de que aportan
una visión diferente a algo ya conocido o que denuncian una situación que, de
otro modo, corre el riesgo de perderse en ese maremágnum que conforma la
información actualmente. Cualquier telediario practica a la perfección el arte
de informar desinformando, que ya tiene mérito. Uno ve pasar las noticias más
relevantes a toda velocidad, sin matices, sin análisis, para luego detenerse en
banalidades y absurdos. Es el arte de que uno crea que no se le oculta
información cuando en realidad no le están contando nada de nada. Pero a veces,
hay algo de esa ráfaga que llama la atención de algún modo, y eso hace que un
espectador se ponga a buscar más, a indagar en la historia, a recomponer el
puzzle que hay detrás de la anécdota.
En
una rueda de prensa, al arzobispo de Lyon, Philippe Barbarin, para responder
sobre la actuación que había tenido la iglesia respecto a las acusaciones de
pederastia contra el sacerdote Bernard Preynat, se le escapó decir:
"Gracias a Dios, los delitos han prescrito". Una frase desafortunada
sin discusión, y que deja entrever cuál era la postura de dicho arzobispo
respecto a la cuestión que le estaban planteando, de dicho arzobispo en
particular y de la iglesia en general, ya que parece ser que el Papa Francisco
no ha aceptado la dimisión de Barbarin a pesar de haber sido condenado a seis meses
de prisión por encubrimiento. Y esto acaba de ocurrir ahora mismo, después de
la famosa cumbre de la Iglesia en la que se trató el problema de la pederastia.
Supongo
que esa frase tan desafortunada (por llamarla de algún modo) fue la chispa que
impulsó a François Odon a planificar esta película, y el resultado es
impresionante. Un film, pausado, respetuoso en todo momento pero que denuncia
sobre todo ese silencio encubridor que no tiene ninguna justificación. Y lo
hace desde el respeto y poniendo el foco en el lado humano del asunto.
La
película comienza cuando Alexandre (Melvil Poupaud) se entera de que el cura
que abusó de él en la infancia sigue dando misa. Decide entonces denunciarlo a
las autoridades eclesiásticas, ya que Alexandre es católico. A partir de aquí,
de un modo paulatino, pero insistente, vemos que el personaje está dándose de
bruces contra un muro de silencio que va a ser muy difícil derribar. Con este
inicio, la película irá poniendo el foco en otras víctimas del sacerdote Preynat,
como si cambiara de protagonista o estuviera estructurada en varios capítulos
que, no obstante, forman un todo compacto y eficaz para la narración. De esta
forma, vemos cómo cada uno ha intentado superar las secuelas de un trauma de
este tipo, cómo cada uno se enfrenta a la situación de un modo diferente y
cómo, después de todo, serán capaces de ponerse de acuerdo para alcanzar un fin
común.
Una
película que no habla de culpas ni estigmas, sino de justicia y reparación, que
no contrapone venganza con perdón, que no se ensaña con el culpable, consciente
de su desviación, sino con quien decide encubrirlo y mirar hacia otro lado. Una
película que estuvo a punto de no poder estrenarse debido a una denuncia
presentada por la iglesia. Pero, ante todo, es una lección de buen cine.
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