domingo, agosto 05, 2007

Hasta el horizonte


Cuando vio a lo lejos la silueta del tren, saltó de la silla en la que había estado encaramado y corrió escaleras abajo hasta la calle. Hacía calor. Corría tan aprisa que sus zapatillas deportivas llegaban a levantar tanto o más polvo que las ruedas del coche de su padre. Sentía el sudor bajo los despeinados cabellos de color rojo. El tren se acercaba con rapidez, y crecía. Daniel apretó el paso con determinación. Se impulsaba agitando los brazos adelante y atrás, con los puños fuertemente cerrados. Sólo quedaban unos metros. Algo le cayó del bolsillo, la pelota de goma seguramente, pero no se detuvo. Siguió corriendo con fuerza. El tren dejó escapar su temible grito; pero antes de que produjese el segundo, Daniel ya había brincado sobre el suelo de la estación. Levantó los brazos y se puso a saltar como si fuese un boxeador que acabase de ganar el combate de su vida.
El viejo Florentino, que salía con la gorra puesta y una bandera roja en la mano, se le quedó mirando y sonrió.
Las enormes ruedas de metal llegaron a cámara lenta y, al fin, se detuvieron. No había pasajeros en el tren, en su mayoría eran trenes de mercancías los que pasaban por el pueblo. Daniel sonreía y seguía saltando. Pero, de pronto, vio algo. Se quedó quieto. Un hombre saltó al suelo desde el último vagón. Daniel miró a Florentino y comprobó que éste no se había dado cuenta de nada.
El niño se despidió del jefe de estación y volvió al camino, despacio ahora, sin apartar la vista del forastero, que era grande y fuerte y se movía con cautela. Daniel se metió las manos en los bolsillos. El hombre vestía una chaqueta de pana, unos vaqueros y unas botas de lona. Tenía poco pelo y barba. Entraron en la calle principal del pueblo, uno detrás del otro.
Su padre le había dicho una y mil veces que no se acercara a los desconocidos; y le había contado, una y mil veces también, el trágico suceso del hijo de los Juárez, no de éstos, pues la historia era antigua, sino de la generación anterior. El caso es que ese niño (que sería, si lo había entendido bien, tío de su amigo Juan Juárez) se subió en el auto de un forastero y desapareció de repente. Todo el pueblo se revolucionó y se organizaron batidas para buscarlo, pero nunca volvió a saberse nada de él. Era una historia que le asustaba mucho. Pero, por muchas vueltas que le diese, no iba a dejar de seguir a aquel extraño personaje.
Llegaron hasta el bar de Eutimio. El hombre se sentó en una mesa. Daniel se acercó a una de las máquinas y metió una moneda en la ranura. Una bola metálica apareció en el pasillo de salida y la empujó con el taco correspondiente: primero tiró de él hasta comprimir el muelle al máximo, luego lo soltó y la bola salió al terreno de juego, bing‑bang‑bing, luces y puntos en el marcador. El hombre pidió una botella de vino y un filete. El niño empujaba la máquina y hacía fuerza con las caderas pero, de vez en cuando, miraba de reojo al desconocido. Una de las veces, sus miradas se cruzaron y a Daniel le dio un vuelco el corazón y apartó la vista enseguida. Era pronto y en el bar apenas había un par de personas más aparte de ellos.
Las monedas se terminaron y la máquina guardó silencio. Al hombre todavía le quedaba mucha comida en el plato y Daniel se preguntó qué podía hacer para no llamar la atención. Comenzó a caminar entre las mesas, pensativo, balanceando las piernas, remolón, acariciando los respaldos de las sillas con los dedos. Podía esperar fuera hasta que lo viese salir, pero no quería perderlo de vista, ya que si por casualidad, aunque no era probable, el forastero se percataba de que le estaban siguiendo, podía escurrirse por la puerta trasera y darle esquinazo. Pasó junto al hombre, casi le rozó la enorme espalda, y se detuvo sin mirarlo. La mente se le quedó en blanco súbitamente. Y sin darle más vueltas al asunto se sentó en la misma mesa y quedaron frente a frente.
El hombre miró al muchacho con curiosidad y dejó de masticar un momento. Arrugó las cejas, pero no dijo nada. Llenó hasta arriba su vaso de vino y continuó triturando el filete entre sus dientes.
‑Le he visto bajar del tren ‑dijo el niño.
El hombre no contestó.
‑No llevaba billete, ¿verdad?
De nuevo sus ojos claros y pequeños se dirigieron al muchacho pelirrojo y otra vez interrumpió su comida y dejó el cubierto sobre la mesa, con fuerza, y una imagen entró en su cabeza con el ímpetu de un toro. Un fogonazo. Otro niño, varios años antes, preguntándole: "¿tienes los billetes, papá?" Era en la puerta de un teatro y él se rebuscaba en todos los bolsillos.
‑Le vi saltar desde el último vagón.
"Venga, papá, va a empezar la función". Su mujer le miraba y sonreía. "Deberían estar por aquí", decía él, y le guiñaba el ojo a su esposa. Le encantaba verla reír. "Deja de hacerle rabiar". Y ésa fue la señal para poner fin al juego. "¡Tatachán!", y los billetes en la mano.
‑Le he seguido porque creo que usted se ha escapado de la cárcel ‑prosiguió el muchacho‑. Eso, o es un espía.
Ocurrió algo de pronto, antes de que entrasen en la sala. Un gran estruendo. Y una fuerza invisible le levantó del suelo. Gritos, cristales rotos, un latigazo de calor y dolor, confusión, objetos cayendo, una nube... Al principio creyó que estaba muerto.
‑¿Por qué no te vas a jugar y me dejas en paz?
‑Es un fugitivo, ¿a que sí?
Se bebió de un trago el vaso de vino y volvió a llenarlo. Pensó que en el fondo aquel niño tenía razón.
‑SÍ, soy un fugitivo. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Delatarme?
Daniel pareció meditar.
‑No sé ‑dijo.
‑Si lo haces, no podré seguir mi viaje.
Pensar en la interrupción de su viaje, aunque fuese sólo como un juego, le puso triste y le hizo recordar su casa, ahora vacía. No podía volver allí.
‑Mira, me he acostumbrado a vivir en los trenes, a respirar el metal, a dormir arrullado por su traqueteo. En un tren, me siento libre y puedo respirar.
‑Yo nunca he subido en el tren ‑dijo Daniel.
‑Yo abandoné mi hogar y mi trabajo, subí en el primer tren que encontré y de ése pasé a otro y a otro, siempre adelante, dispuesto a llegar hasta el horizonte, hasta el fin del mundo.
‑¿Y tu familia?
El aire se volvió espeso.
‑Yo no tengo familia. ¿Quieres un helado?
Se pusieron en pie. El hombre pagó su comida y le compró un cucurucho al muchacho. Luego, salieron a la calle. El calor aturdía y el exceso de luz les obligó a arrugar los ojos. Comenzaron a andar despacio. El niño le cogió la mano.
‑No le delataré, pero quiero ver cómo lo hace.
‑¿El qué?
‑Subir a un tren sin que le vean.
Accedió. A fin de cuentas, ya había comido y nada más tenía que hacer allí. Sonrió al darse cuenta de que se encontraba más a gusto sobre un vagón en movimiento que sobre tierra firme.
Fueron hacia las afueras de nuevo. Por el camino, Daniel encontró su pelota de goma y se la guardó en el bolsillo. Caminaban como dos amigos y el hombre experimentaba una extraña sensación al notar la mano del niño entre la suya. Llegaron a la estación, la rebasaron, cruzaron las vías y siguieron adelante hasta unos árboles que Daniel conocía como "el bosque".
‑Este será un buen sitio para esperar sin que nos vean.
‑Si ‑admitió el hombre‑.¿Cuándo pasará el próximo tren?
Creía que no iba a tardar mucho pero, en realidad, no lo sabía; y le dio miedo decírselo al Fugitivo.
‑A veces vengo aquí con mis amigos y le tiramos piedras a los trenes.
‑Tendré cuidado a partir de ahora.
A pesar de la sombra, el calor seguía siendo fuerte. No se escuchaba ningún pájaro. Por un momento, una leve brisa pareció mover las hojas, pero se detuvo enseguida, sin fuerza. El hombre se recostó sobre uno de los troncos y miró al pueblo, semienterrado a lo lejos. Otro pueblo más del que desconocía el nombre. Daniel cogió un saltamontes y se lo enseñó y luego le arrancó las patas traseras y lo dejó en el suelo.
‑Yo antes trabajaba en una oficina, ¿sabes? Era cajero.
Se escuchó un silbato a lo lejos. El hombre se irguió. El niño mató al saltamontes con el pie. Y los dos miraron hacia la estación.
‑Ya está ahí ‑susurró el muchacho.
La enorme máquina se detuvo junto al andén.
Daniel miró al hombre, le miró la cara redonda, los ojos, la nariz chata, las arrugas, la piel morena, la barba encanecida. Luego le miró los hombros, ligeramente encorvados, y las manos y los largos dedos. Escuchó de nuevo el sonido del tren. El fugitivo se puso en pie, le revolvió el pelo y le sonrió. Entonces echó a correr. Sus movimientos eran torpes. Parecía hundirse en el polvo un poco más a cada paso. Avanzaba como un oso herido. Por fin, llegó junto a la vía, localizó un vagón abierto y saltó hacia él con determinación.


Hasta pronto. Comienzo mis vacaciones y no sé si podré hacer alguna incursión en el blog durante el mes de Agosto. Espero que os guste este relato. Os recomiendo también que visiteis esta dirección. Sé que dejo muchas cosas pendientes, pero la parada es necesaria. Un abrazo.