jueves, enero 24, 2008

Ajedrez

En mi casa siempre tuvo un papel importante el ajedrez. Tanto mi padre como mi hermano eran buenos jugadores y participaban en torneos. Luego, analizaban las partidas, las repasaban, las comentaban. Había libros de ajedrez en casa. Yo escribí un artículo sobre ajedrez que fue lo primero que me publicaron en mi vida, aunque no pude conseguir el ejemplar en el que apareció. Fue cuando yo estaba cumpliendo el servicio militar en Zaragoza. El artículo salió en la revista “Moncayo”.
Pienso en todo esto ahora que acaba de morirse Bobby Fischer, sin duda el más grande jugador de ajedrez de la historia. Fischer era innovador, original, revolucionario… un artista del tablero. Y un excéntrico, como tantos jugadores de ajedrez.

La historia del ajedrez está llena de datos curiosos. El número de jugadas posible en una partida corriente de ajedrez es aproximadamente la cifra representada por el número 1 seguido de cincuenta ceros. Sólo en las cuatro primeras jugadas, las opciones pasan de trescientos mil millones. Los virtuosos del ajedrez tienen que tener una buena memoria que han de llenar de jugadas y contrajugadas.
De acuerdo con las pruebas realizadas en la Universidad de Temple, la tensión física de los participantes en torneos de ajedrez, medida por las pulsaciones, la temperatura de la piel y otros indicios, equivale a diez asaltos de boxeo o a cinco sets de tenis.

Desde la época de Felipe II, en la que el mejor jugador del mundo fue el clérigo español Ruy López de Segura (inventor de la apertura española), ha habido en todo momento jugadores que han sido los más destacados de su tiempo.
Fue el gran maestro alemán Wilhelm Steinitz quien, tras batir a los mejores ganadores de finales del siglo pasado, tuvo la feliz idea de crear el titulo de campeón mundial, que él mismo conservó durante el largo periodo de 1866 a 1894, todo un récord. Steinitz afirmaba hallarse en contacto directo con Dios, a quien podía derrotar al ajedrez, aún dándole ventaja. Sostenía igualmente que podía telefonear sin necesidad de teléfono y que podía desprender electricidad. Steinitz acabó siendo recluido en un manicomio.
Paul Morphy, el gran jugador norteamericano. Estaba obsesionado con la creencia de que alguien trataba de robarle la ropa. Otros jugadores famosos, en cambio, no han dudado en quitarse la ropa en lugares tan poco indicados como el vestíbulo de un hotel, un salón de actos o el segundo piso de un autobús en Nueva York, como hizo Carlos Torres, el prodigioso ajedrecista mexicano que, por cierto, era tan aficionado a los helados de piña que podía tomar hasta quince al día. Los gustos de Fischer en materia de comida iban desde el pescado crudo hasta los enormes bistecs que regaba con zumos de frutas.

En las postrimerías del siglo XIX se instituyó la regla de que cada jugador dispusiese sólo de dos horas y media para hacer cuarenta jugadas. Lo mucho que hacía falta esta regla quedó de manifiesto en una partida entre Paul Morphy y el maestro ajedrecista Paulsen, cuando ambos jugadores permanecieron inmóviles, uno frente al otro, durante once horas. Morphy, por fin, interrogó con la mirada a Paulsen, lo que hizo a éste exclamar: "Ah, ¿me toca a mí?"
La toma de contacto de Bronstein con una partida era como entrar en un trance. A menudo no hacía la primera jugada durante un largo rato y los espectadores se veían obligados a mirar a la pizarra indicadora preguntándose si quizá la partida no había empezado aún. En una partida contra Boleslavsky, se quedó mirando las dos filas inmóviles de piezas durante cincuenta minutos. Finalmente, pareció recordar dónde estaba y empezó a jugar.

Mientras esperan a que su oponente juegue, algunos ajedrecistas se levantan a estirar las piernas y a charlar con sus amigos, para relajarse. Mihail Tahl hacía perder los nervios a sus adversarios con su continuo caminar alrededor de la mesa y sus paradas a las espaldas de aquellos. En cierta ocasión, cuando jugaba con Tahl, Benkö se puso gafas oscuras para demostrar simbólicamente que no quería ver a su adversario. A Tahl le gustaba el humor (en la Universidad escribió una tesis sobre la sátira) y él también se puso gafas oscuras de una forma grotesca. Tahl fue un jugador espectacular cuya característica más destacada residía en sus sorprendentes sacrificios, fruto de una inusual brillantez combativa.

Un ejemplo de dedicación lo constituye Alekhine quien, el día de su muerte fue encontrado sentado en el sillón de su habitación, en un hotel de Estoril, con los brazos colgando y con su cabeza descansando sobre el pecho. Parecía estar escuchando atentamente las notas de algún violín. Las cortinas estaban desplegadas y la luz eléctrica encendida, pese a que era de día. En la mesa había unos platos y junto a ella un tablero de ajedrez con sus piezas sobre el soporte para las maletas. Se cuenta que Alekhine era tan apasionado que incluso llegó a lanzar su rey por los aires hasta el otro extremo de la sala, al perder alguna partida. También era famosa su afición a la bebida.

Bobby Fischer hizo más por el ajedrez que todos los campeones del mundo juntos, pues logró que el juego se popularizase de forma jamás soñada. Incluso hubo un momento en que, cuando la multitud le solicitaba autógrafos, sacaba un aparatito del bolsillo y se ponía a sellar cuanto papel o fotografía le ponían delante. “Es fantástico –decía-, me lo compré en Alemania”. Durante el famoso match con Spassky en 1972, celebrado en Reykjavik (Islandia) acaparó la atención de la prensa mundial y del gran público. En todo el mundo se vendieron más libros de ajedrez en un mes que en otras ocasiones durante un año, y en la mayor parte de las ciudades se agotaron. Fue en este merecidamente llamado el “match del siglo” donde por primera y última vez en la historia de los campeonatos de ajedrez, un aspirante pierde una partida por incomparecencia. Y aún así, se hizo con el titulo. Fischer no apareció en todo el día como protesta por la presencia de las cámaras de televisión. Se quedó encerrado con llave en su habitación con la clavija del teléfono desconectada.

Después de aquello, se jugaron algunos campeonatos sin límite de partidas, pero tras la excesiva duración que tuvo el encuentro Karpov-Kasparov en 1984, que incluso fue suspendido por el presidente de la FIDE, Campomanes, porque temió por la salud de los protagonistas después de 48 partidas, sin que alguno lograra las seis victorias requeridas para vencer, se decidió volver al match de 24 partidas. El 9 de Septiembre de 1985, Garri Kasparov conquistó el titulo mundial de ajedrez, al batir a Anatoli Karpov, que lo ostentaba desde 1975.
Actualmente, la situación en el ajedrez es más caótica que nunca. Los campeones se suceden con rapidez. En 1993, Kasparov crea un organismo paralelo a la FIDE, por lo que se ha llegado a dar el caso de que coexistan más de un campeón del mundo. Esto no es nada beneficioso para el ajedrez, por lo que se está volviendo a un sistema unificado.
El actual campeón del mundo es el hindú Vishwanathan Anand, al vencer en el torneo que se celebró en septiembre de 2007 en México DF. En Octubre de 2008 defenderá dicho titulo enfrentándose con el ruso Vladimir Kramnik en Bonn (Alemania).

Fischer fue un personaje de una inteligencia excepcional. Un hombre de gran carisma, lleno de manías y excentricidades, de salidas de tono, de opiniones provocadoras y políticamente incorrectas. Un genio desgarbado capaz de hacer arte en el ajedrez. Una de sus propuestas era terminar con la teoría de las aperturas, que estaban en su opinión demasiado analizadas, y comenzar la partida sorteando la colocación de las fichas de la primera fila. Fischer ha sido sin duda uno de los personajes más importantes del siglo pasado. Su genio y personalidad han mantenido su nombre en la mente de todos. Spassky dijo de él: "Fischer siempre me ha producido una particular impresión por la integridad de su naturaleza. Tanto en el ajedrez como en la vida".

A la pregunta ¿qué es el ajedrez? Fischer respondió en cierta ocasión: “El ajedrez es la vida”. Y, desde luego, no consagró sus días a otra cosa. Fisher fue un ser excepcional, un campeón del mundo que murió imbatido, pues el titulo no lo perdió en 1975 ante Karpov por derrota sino por incomparecencia, con la excusa de que no se atendían sus múltiples demandas.
Tras veinte años de retiro voluntario, Fischer accedió a jugar la revancha contra Spassky, en Yugoslavia, infligiendo así la ley del embargo que pesaba sobre dicho país y por lo cual fue perseguido por el gobierno estadounidense. Tras sus constantes exigencias, que a punto estuvieron de volver loco al gobierno yugoslavo, entre las que se incluía la de levantar todos los retretes tres centímetros del suelo para su mayor comodidad, se celebró el match que finalizó con una nueva victoria de Fischer.
Los últimos años de su vida los pasó en Islandia. Allí le habían dado asilo político, lo que le permitió salir de Japón, donde había sido encarcelado por la orden de extradición de EE.UU. que pesaba sobre él. Vivió recluido, solitario, rehuyendo a la prensa.
Murió, como ya se ha dicho en tantos sitios, a los 64 años, tantos como casillas tiene un tablero de ajedrez.


En la página "Ajedrez espectacular" se pueden encontrar muchas anécdotas y contemplar partidas que han pasado a la historia.

domingo, enero 20, 2008

El tacto de un billete falso


“El tacto de un billete falso” es el primer libro publicado por Pepe Cervera. Con él obtuvo el XVI Premio Alhóndiga de narrativa breve, edición 2005 de los Premios Otoño Villa de Chiva. Pepe Cervera es un escritor con oficio, metódico, y lo demuestra en este libro, compacto, escrito con una prosa elegante y reposada, que merecería mayor proyección y cuyo encuentro es algo más que le debo a internet, donde podemos recomendarnos libros un poco al margen de los grandes lanzamientos, libros valiosos que merece la pena recomendar porque sabemos que no defraudarán a sus lectores.

Los relatos están ambientados en un lugar imaginario, Alhofra, identificable con alguna de las poblaciones de la periferia de Valencia, donde el autor reside. En ellos juega un papel muy importante la familia y la memoria, los vínculos entre padres e hijos, la identidad como resultado de nuestra historia. Así que muchos de ellos tienen una cadencia nostálgica y juegan con los recuerdos incompletos, con los secretos, los hechos silenciados, las confesiones a medias.

Muchos de estos relatos se ciñen a un instante especialmente significativo, y lo que nos transmiten es más una sensación, dejándonos con cierto desasosiego e inquietud difíciles de definir. Nos abren la puerta a un instante en que atisbamos la quietud, y nos enfrentan a personajes que parecen haber perdido el rumbo de sus vidas, enfrentados a situaciones de ruptura, a la quiebra de sus proyectos. La influencia de la narrativa norteamericana es evidente, el rastro de autores como Carver, Wolff, Hemingway o Cheever se encuentra entre sus páginas.
Cervera utiliza la famosa teoría del iceberg y, en muchas ocasiones, es más lo que calla que lo que cuenta. Se nos describe un episodio nimio aparentemente, pero tras el cual sabemos que se esconde una historia más compleja, y empezamos a elaborar teorías. El cuento continúa en nuestra mente, creciendo sin remedio.

Se nos habla de la imposibilidad de recuperar el pasado, de los recuerdos de infancia, de reencuentros imposibles, de la emoción ante el nacimiento del primer hijo y del miedo que conlleva, del vínculo del amor cuando nada más se posee, como esa vagabunda y su hija recogiendo trastos entre los escombros de un descampado, o de la desesperación por una relación que se ha roto, o de un padre que lleva a su hija a un espectáculo de magia y descubre que ya no hay magia en sus vidas, o de esa mujer que se prepara para asistir a una cita y tiene que enfrentarse a la actitud negativa de su hija. Se nos habla también de la muerte de un hijo, en el relato “¿Y ahora qué?”, en el que se esbozan unas espectativas que intuimos que no se cumplirán. Tampoco se resuelve la historia de esa mujer que, de pronto, se encuentra con un pasado que le ha sido vedado. Asistimos a momentos parecidos a la felicidad, instantes que suceden después de algo trágico y que parecen abrirse al futuro con esperanza, aunque sospechamos que dicho futuro no será idílico. Vemos a un profesor abatido por el contenido de una carta que parece la consecuencia de su relación con un joven, y encontraremos también la soledad de una mujer que se encuentra con su amante, sentiremos su remordimiento en el relato “Destellos tornasolados”, que presenta uno de los finales más bellos. O el matrimonio separado que discute sobre su hija de catorce años, o los amigos que hablan sobre la muerte, o los amigos que apenas hablan, que circulan por un paisaje que me es conocido y por el que yo mismo he conducido en muchas ocasiones, y que han sido golpeados por la tragedia. Historias que nos muestran el indicio de sucesos clave, que nos dejan la sensación de estar asomándonos por la rendija de una puerta entreabierta y atisbando apenas la sombra de personajes que se encuentran en una encrucijada.

Un libro lleno de sentimiento, narrado con precisión, que presta especial atención a los pequeños detalles y nos presenta atisbos de historias que crecen luego en nuestro interior, destellos de algo misterioso y profundo que tiene que ver con nuestra naturaleza, nuestros anhelos, nuestra vida en definitiva. Un libro muy recomendable
Puede leerse un relato de Pepe Cervera aquí.

jueves, enero 17, 2008

Ausencias

En lo que va de este año 2008 nos han dejado dos nombres importantes del mundo de la cultura: Ángel González y Pepín Bello.

Yo no leo mucha poesía, justo es reconocerlo, pero existen una serie de poetas que, por uno u otro motivo, me han golpeado con fuerza, y uno de ellos es, sin duda, Ángel González.

De hecho, la primera entrada de mi blog de notas está dedicada a este poeta. Su libro “101+19=120 poemas” es una maravilla, un libro denso, extremadamente humano, existencialista, con destellos de humor y mucho sentido común. Lo tengo frente a mí, está firmado por el autor.

Quiero mostrar su poema “Cumpleaños”:

Yo lo noto: cómo me voy volviendo
Menos cierto, confuso,
Disolviéndome en aire
Cotidiano, burdo
Jirón de mí, deshilachado
Y roto por los puños.

Yo comprendo: he vivido
Un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
Casi cien veces por minuto!

Para vivir un año es necesario
Morirse muchas veces mucho.

También nos dejó Pepín Bello, un hombre afable cuya muerte me ha hecho pensar en algo que dijo Jorge Semprún sobre la memoria, o mejor dicho, sobre el final de los testimonios directos. Semprún dijo que en unos años ya no habría nadie que pudiera contar en primera persona su experiencia en un campo de concentración, y entonces sólo nos quedarían los libros para saber qué fue lo que ocurrió.

Con Pepín Bello, se acaba la posibilidad de que nadie nos cuente cómo fueron aquellos años en la Residencia de Estudiantes, las correrías de Lorca, Dalí y Buñuel. Era el último testigo de la generación del 27. Con Pepín Bello muere la memoria de una época.

jueves, enero 10, 2008

Lecturas

Uno es muchas cosas a lo largo de su vida. Todo nos va conformando, poco a poco, imperceptiblemente. Nuestra visión del mundo, nuestras ideas, nuestras convicciones, se van formando, creciendo y modificando. Lo que nos ocurre en nuestra vida real y lo que nos ocurre en nuestra vida mental o imaginada. Un accidente puede mostrarnos la fragilidad de la vida humana, pero también una obra de arte puede golpearnos el pecho y cuestionar nuestros valores. Una parte importante de lo que somos se lo debemos a los libros que hemos leído.
La lectura siempre ha sido una especie de refugio para mí, una máquina del tiempo mágica, un truco para evadirme de la realidad, para viajar a otros mundos y a otras vidas incluso.
Es difícil saber por qué uno empieza a leer. Valle Inclan decía que para que uno se aficionase a la lectura hacía falta que se aburriese mucho. Y es posible que tuviese razón. Por eso hoy en día, cuando parece que estamos obligados a buscar la diversión permanentemente, la gente lee menos, o eso me parece a mí.

Recuerdo que en mi infancia el quiosco de prensa de la esquina era algo así como un lugar mágico. Salía del portal, cruzaba la calle, recorría la acera y allí estaba la pequeña planta baja llena de pequeños tesoros.
Mis primera lecturas fueron tebeos, por supuesto (aún no eran cómics): DDT, TBO, Pumby, con sus personajes inolvidables: Mortadelo y Filemón, el botones Sacarino, Rompetechos, Anacleto, agente secreto... Luego llegaron El guerrero del antifaz, Jabato, Capitán Trueno... Por fin, el universo Márvel. Apenas mis padres me daban una moneda de veinticinco pesetas yo bajaba corriendo a comprar el último tomo de Spiderman, o de Los Cuatro Fantásticos, La Patrulla X, La Masa (no era Hulk por entonces), Capitán América, El Sargento Furia, El Hombre de Hierro, Dan Defensor (Daredevil), Thor... Más tarde vendrían “Vampus”, “Rufus”, y otros cómics de terror. Y también una colección que se llamaba “Héroes Modernos”, donde descubrí a Rip Kirby, Mandrake el mago, Flash Gordon, Ben Bolt... Recuerdo claramente la excitación que me producía elegir entre todos los volúmenes, aquel que había de llevarme a casa y con el que pasaría la tarde, en otros mundos.

Luego, aparte de las lecturas obligatorias del colegio, empecé a comprar, por su accesible precio, bolsilibros de bruguera. Me gustaba especialmente la ciencia ficción y el terror. Aquellas novelitas, por lo general, estaban bastante mal escritas, a causa de la premura de los plazos de entrega supongo. Pero suponían algo totalmente nuevo para mí. Autores tras los que se ocultaban escritores españoles que trabajaban en unas condiciones lamentables. A. Thorkent era Ángel Torres Quesada, y Francisco González Ledesma, que obtuvo el premio Planeta en 1984 y está disfrutando ahora de un merecido éxito por sus novelas policíacas, escribía bajo el pseudónimo de Silver Kane. Existen algunas webs dedicadas a esta literatura popular.

Creo que el primer libro que compré, con un formato más serio, fue “Marathon man”, de William Goldman. También recuerdo en esta época libros como “Tiburón”, de Peter Benchley, “Odessa”, de Frederick Forsyth, los primeros títulos de Stephen King, y un libro que me produjo un enorme impacto: “Alguien voló sobre el nido del cuco”, de Ken Kesey.

El siguiente paso me introdujo en el mundo de H. P. Lovecraft y todos los autores de los mitos de Cthulthu. Y de ahí, a Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Robert Silverberg, Ray Bradbury, John Varley. Y también Agatha Christie, Conan Doyle, Van Dine, Hammet, Chandler… La lectura que yo buscaba era pura evasión.

Y supongo que fue en esta época, en torno a los quince o dieciseis años, cuando descubrí a Mark Twain, y a Ernest Hemingway. A partir de ahí, un libro me llevó a otro, un autor me despertó el interés por otro, en un proceso de búsqueda sin fin, de curiosidad ilimitada. Baroja, Delibes, Medardo Fraile, Ignacio Aldecoa, Julio Camba… Y Borges, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa… Y, un poco después, Kafka, Camus, Sartre, Salinger, Bukowski, John Fante, Cheever… Luego Chéjov, Flaubert, Tolstoi, Gógol… Y Faulkner, Céline, Vian… Hasta llegar a Auster, Vila-Matas, Murakami, Carver, Tobias Wolff… Así como Javier Tomeo, Ignacio Martínez de Pisón, Javier Marías… Y tantos otros.

Todo muy caótico, poco disciplinado, poco serio en muchas ocasiones, pero así es mi biografía lectora. Sin orden ni concierto. Y sigue siendo así. Una noticia en un periódico, un comentario escuchado por casualidad, cualquier nimiedad, puede despertar mi interés por un libro. A veces, el libro llega de un modo un poco misterioso, como si fuese él quien me buscase a mí. Creo que fue Alan Pauls quien dijo que los libros que necesitamos leer salen a nuestro encuentro de forma inevitable. Yo también lo creo.

jueves, enero 03, 2008

Best Sellers

El cambio de año viene marcado por un acontecimiento editorial cuyo lanzamiento es espectacular. El autor acapara portadas. Ríos de tinta glosan la esperada secuela de un best seller histórico: “Los pilares de la tierra”.
Esta segunda parte se titula “Un mundo sin fin” y promete más de lo mismo. Más y mejor, claro.
En el artículo que publica la revista “Qué Leer”, firmado por Laura Fernández, se hace referencia a Al Zuckerman, el agente literario de Ken Follett, el responsable de que la vida de este hombre que escribía como hobby, por las tardes y los fines de semana, diera un giro radical.
Follett, según el artículo, achaca el éxito de “Los pilares de la tierra” a la portada, de la que se encargó un joven artista llamado Achim Kiel.
Ahora, Follett cuenta con un equipo de documentalistas, la compañía Dan Starer Research for Writers. Escribe todos los días, por las mañanas, hasta las cuatro. Dedica las tardes a pasear, leer, tocar el bajo…
Creo que todo aquel que escribe, sueña con llevar una vida así.

Yo no he leído “Los pilares de la tierra”, aunque supongo que terminaré haciéndolo. No le hago ascos a los best sellers, creo que los hay buenos y malos, como en todos los géneros. Y he leído varios. Algunos libros catalogados como best sellers forman parte de mi biografía literaria y no puedo renegar de ellos.
Recuerdo que Lobo Antunes, en una entrevista, reconocía que le gustaba leer novelas de Jackie Collins. Y, al escribir esto, decido buscar en internet y encuentro otra entrevista suya en la que le dicen: “Es un especialista en describir emociones, pero nunca ha descrito una escena de sexo”. Y él responde: “Nunca. Eso lo aprendí de Orson Welles. Él dijo que nunca filmaría a un hombre haciendo el acto sexual. Es muy difícil escribir sobre eso y es muy raro que esté bien escrito. Sólo hay dos escenas de sexo excepcionales en la literatura. Una de Jackie Collins, por extraño que parezca. El libro es una mierda, pero esa descripción es magnífica. La segunda es de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Esa delicadeza... No lo sé, no lo he intentado, no me interesa. Leyendo ya se sabe qué ocurrió o va a ocurrir... Bueno, es así”.

Lo importante es saber buscar. Todo libro puede enseñarnos algo.

Los best sellers son un fenómeno anglosajón, surgen en un lugar donde las leyes del mercado gobiernan absolutamente todos los estratos de la vida social, todo tipo de actividades, un lugar amante de las listas. Por cierto, "El libro de las listas", de David Wallechinsky, Irving Wallace y Amy Wallace, fue un importante best-seller allá por los años setenta, pero que no se ajusta a la definición de best-seller tal como hoy es entendida, un género en sí misma con una leyes muy concretas que se ajustan, básicamente, a las que señala Albert Zuckerman, el agente de Ken Follett, en su libro "Cómo escribir un bestseller", donde afirma, en líneas generales, que en este tipo de novelas la apuesta presentada es siempre elevada, los personajes son más grandes que la vida misma, todo gira alrededor de una cuestión dramática combinada con un concepto elevado, es decir, con "una premisa radical y algo extravagante", en la que se adoptan puntos de vista múltiples, para que el lector se implique emocionalmente con más de un personaje, cuidando, por supuesto, el escenario en el que se desarrolla la historia. Se trata de un interesante intento de establecer las leyes básicas que rigen el funcionamiento de este “género”, aunque, como el mismo Zuckerman admite, "en la ficción, como en el arte, no hay reglas fijas", y "por cada precepto que proponga, muy probablemente encontrarás un libro que te gusta y que lo ignora".

César Aira, en su artículo titulado "Los best-sellers, a debate" propone una definición mucho más simple: "El best-seller es la idea, que fructificó en países del área angloparlante, de hacer un entretenimiento masivo que usara como 'soporte' a la literatura". Una definición con evidente tufo despectivo. Por supuesto que encontraremos obras de ínfima calidad, pero no por ello debemos ignorar que algunas de estas novelas merecen mejor suerte que la efímera existencia consustancial a los superventas, ligados al concepto de usar y tirar.
Para mí, un best seller es una novela de entretenimiento, que capta el interés y se lee con fluidez. La alta literatura, diría que es aquella que, además, tiene la capacidad de meterse dentro del lector, de transformar sus convicciones, su forma de ver el mundo, de entender las cosas.

Se debe tener en cuenta, pese a que a alguien le pueda parecer una cuestión baladí, que una obra puede ser catalogada como novela best seller, y por tanto de ínfima calidad, o, por el contrario, como literatura moderna, con la etiqueta de "gran descubrimiento" o "autor revelación", teniendo en cuenta el absurdo criterio del formato o la editorial en que se publica, aunque suene ridículo. Sobre este asunto se podría hablar más largo y tendido, desde luego, pero creo que es incuestionable que el envoltorio nos proporciona una definición del libro que puede ser errónea.

Sea como fuere, creo que “Un mundo sin fin” va a ser uno de los libros más regalados estas navidades. Veremos.