1.- ¿Por qué escribes?
Me temo que no voy a añadir nada
nuevo a esa cuestión tan antigua. La verdad es que, aunque resulte un lugar
común, escribo porque no puedo dejar de hacerlo. Ana Mª Matute decía algo que
siempre me ha parecido certero: que escribir no es una profesión sino una forma
de estar en el mundo. Y la forma en la que estamos en el mundo tiene mucho de
inexplicable e incontrolable. Ha habido épocas de mi vida en las que he intentado
dejar la escritura de lado; me causaba tanta impresión y respeto que me llevó
mucho tiempo considerarme “apta” para acercarme a ella. Recuerdo escribir desde
muy pequeña, pero avergonzarme terriblemente de que alguien supiese que
escribía. Escribir es un asunto doloroso para las mujeres, creo que más que
para los hombres. Nos pueden más las inseguridades, el temor a la exposición
pública, a la crítica. Pero, como digo, es algo que en cierto modo te elige.
Puedes hacer caso omiso de esa elección y dedicarle solo las sobras de tu
tiempo y tu energía, pero las consecuencias, al menos para mí, han sido
desastrosas: perder la propia riqueza, dejar marchitar la alegría. Yo he
intentado mantener la escritura dentro de una cerca con la ingenua esperanza de
que no invadiera mi vida —porque escribir invade, se lo apropia todo, exige un
compromiso que aterroriza a veces— pero al final me he dado cuenta de que mi
existencia tiene mucho más sentido cuando dejo que escribir ocupe en ella el
lugar que le corresponde. El precio es alto, pero la recompensa es mucho mayor.
2.- ¿Cuáles son tus costumbres, preferencias, supersticiones o manías a
la hora de escribir?
Creo que no tengo grandes manías
ni supersticiones, pero sí que prefiero escribir por la mañana, que es cuando
me siento más despejada y más “transparente”, cuando el ruido todavía no ha
hecho su aparición en forma de conversaciones, correos electrónicos y asuntos
mundanos. Suelo escribir en casa, aunque no tengo un sitio preciso: voy
itinerando de la mesa del salón al escritorio, de ahí al sofá, a veces al
suelo... Si me bloqueo, siempre me sienta bien hacer alguna tarea doméstica,
trasplantar un esqueje o regar las plantas; son ocupaciones que de alguna manera
vuelven a conectarme con el flujo natural de la vida y le quitan peso a esto de
escribir. Las primeras versiones siempre las escribo a mano —me encanta
escribir a mano—, en cuadernos de papel blanco, y si es posible cosidos, sin
anillas. Y con pilot azul. Vaya, pues sí que tengo manías…
3.- ¿Cuáles dirías que son tus preocupaciones temáticas?
La pérdida de la inocencia, el
descubrimiento del amor y el desamor, la soledad, la insatisfacción vital, el
miedo a la diferencia… Podría resumirlo en un sentimiento de ¿qué narices estoy
haciendo aquí y qué clase de mundo es este? Y tal vez añadiría: ¿y por qué no
puedo irme a vivir a una isla desierta?
4.- ¿Algún principio o consejo
que tengas muy presente a la hora de escribir?
A la hora de arrancar una
historia, siempre intento guardar bajo llave esa voz interior que yo llamo la
señorita “vaso medio vacío”, crítica destructiva y aguafiestas donde las haya
que puede atascarme en la primera frase de cualquier texto. Para apaciguarla,
le prometo dejarla salir cuando toque la fase de edición, algo que siempre la
entusiasma y para lo que, es cierto, resulta imprescindible.
En términos generales, también
intento —aunque no siempre es fácil— buscar espacios y tiempos de silencio, sin
teléfono, correos ni citas pendientes,
si puede ser cerca de la naturaleza. Sin llegar a ser como Thoreau —aunque
ya me gustaría a veces—, escaparme de la ciudad unos cuantos días y caminar en
silencio siempre me carga las pilas creativas.
5.- ¿Eres de las que se deja llevar por la historia o de las que lo
tienen todo planificado desde el principio?
Sin ninguna duda, pertenezco al
primer grupo. Nunca se me ha dado bien planificar, mucho menos a la hora de
escribir. Reconozco que, al escribir relato, puedo permitirme ese lujo con más
facilidad. Suelo empezar a escribir a partir de un personaje, un conflicto o
una atmósfera que me interesa, pero rara vez sé cómo va a desarrollarse la
historia. En algún momento en mitad de la escritura el final aparece y eso ya
me da un puerto hacia el que moverme. Pero el salto mortal de los personajes
desde un lugar al otro es siempre una aventura. La parte positiva es que nunca
pierdo el interés en la historia; la negativa, que siempre temo quedarme
colgada en algún punto del recorrido, lo cual también me ocurre a veces.
6.- ¿Cuáles son tus autores o libros de cabecera?
En mi juventud he leído mucho a
Cortázar, a Dostoievsky, a las hermanas Brönte, a García Márquez... Son
lecturas que dejan huella y que sin duda han modelado mi mirada literaria,
aunque luego esta haya ido evolucionando con el tiempo. Pero si hablo de autores
que tengo en la mesita de noche —autoras, en este caso—, los cuentos de Clarice
Lispector se llevan el primer premio, seguidos de cerca por cualquier obra de Carson
McCullers, Natalia Ginzburg, Cristina Fernández Cubas o Lydia Davis. Bueno, incluyo
también los Nueve cuentos de Salinger y Las ciudades invisibles de Italo
Calvino, y que conste que no lo hago por igualar cuotas de género.
En poesía, me quedo con los
poemas de Alberto Caeiro y Álvaro de Campos —heterónimos de Pessoa— y con la
inigualable y siempre por descubrir Emily Dickinson.
7.- ¿Podrías hablarnos de tu último proyecto? Bien lo último que hayas
publicado o lo último que hayas escrito o estés escribiendo.
El último libro que he publicado
es una colección de cuentos titulada El verano ya no está aquí (Nazarí,
2016). Es un proyecto que ha ido creciendo a lo largo de varios años, lo cual a
veces ha sido algo desesperante pero creo que ha mejorado mucho el resultado
final. Cada cuento está escrito en momentos muy diferentes del recorrido, pero
todos tienen un hilo conductor evidente, la idea del “verano perdido” por el
que se siente nostalgia, o bien el nunca hallado que los personajes se empeñan
en perseguir. El verano, claro está, no es la estación del año —o no solo—,
sino que tiene que ver más bien con los anhelos, los ideales, los sueños
perdidos, la creencia de que existe un paraíso en el que poder refugiarse. Y
bueno, no cuento más, tenéis que leerlo…
Cristina Gálvez (Melilla,
1978) es doctora en Antropología y licenciada en Ciencias Ambientales. Ha
publicado los libros de relatos Monstruos cotidianos (Traspiés, 2008), El verano ya no está aquí (Nazarí, 2016)
y Afinidades (Siete Suelos,
2002). Cuentos suyos han aparecido en diversas antologías y obras colectivas, y
en revistas literarias como Mucho cuento
o Quimera. Ha ganado varios premios
de relato y resultó finalista, entre otros, del premio Cosecha Eñe en 2011. En
la actualidad facilita talleres de escritura creativa en Granada, ciudad de la
que suele escapar pero a la que siempre acaba volviendo.
*La foto es de Noemí Genaro
*La foto es de Noemí Genaro
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