Es posible que “La Gran Novela Americana” sea uno de estos tres títulos: “Cien años de soledad”, “Rayuela” o “Los detectives salvajes”.
Sin embargo, los escritores estadounidenses parecen realmente obsesionados con la idea de escribir una “Gran Novela Americana”, tanto que suelen anunciar una nueva cada dos o tres años. De hecho, sería más exacto hablar de “La Gran Novela Norteamericana”, una especie de obra definitiva, globalizadora, que refleje los ideales y el modo de vida de EE.UU.
Por encima de todo, su extensión debe ser considerable, como si la citada Gran Obra tuviera necesariamente que ser un novelón decimonónico de cerca de mil páginas. Todo libro gordo resulta, a priori, un intento de Gran Novela.
Por encima de todo, su extensión debe ser considerable, como si la citada Gran Obra tuviera necesariamente que ser un novelón decimonónico de cerca de mil páginas. Todo libro gordo resulta, a priori, un intento de Gran Novela.
Podemos citar varios ejemplos de novelas candidatas a ocupar el cacareado pedestal. Para mucha gente, dicho titulo le corresponde sin ninguna duda a “Moby Dick”, aunque también hay quien se decanta por “Lo que el viento se llevó”. Hay otros candidatos, como “Llámalo sueño”, de Henry Roth, o “El ángel que nos mira”, de Thomas Wolfe. También Truman Capote consideraba su “A sangre fría” como merecedora del codiciado titulo.
Cuando, hace unos años, Tom Wolfe publicó “La hoguera de las vanidades”, ya se habló de esta obra como la Gran Novela Americana. Últimamente, ha habido varias nuevas candidatas: “El día de la Independencia”, de Richard Ford; “Pastoral Americana”, de Philip Roth; “Submundo”, de Don DeLillo; “Empire Falls”, de Richard Russo; “Las correcciones”, de Jonathan Franzen; “Middlesex”, de Jeffrey Eugenides; “La broma infinita”, de David Foster Wallace o “Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay”, de Michael Chabon.
Uno de los casos más llamativos es el de Harold Brodkey. Harold Brodkey publicó “Primer amor y otros pesares” en 1954. Rápidamente le llovieron los elogios, lo compararon con Salinger. Una fama abrumadora le cayó encima, así que se puso a la tarea de escribir “La Gran Novela Americana”. Se dice que en 1959 ya se hablaba de la redacción de “El alma fugitiva”. Sin embargo, no se supo nada de esta obra durante treinta años. En ese tiempo, el autor mantuvo una sección en The New Yorker, llamada “Talk of the town”, donde publicaba artículos de tono autobiográfico. También iba publicando relatos aquí y allá. Toda una leyenda se fue forjando a su alrededor. Algunos críticos que tuvieron acceso al manuscrito de esa novela no escatimaron elogios: compararon a Brodkey con Whitman, con Proust, Joyce, Faulkner... Pero la novela no parecía terminarse nunca. En 1988, se publicaron sus relatos en un voluminoso libro titulado “Cuentos a la manera casi clásica”, que ha quedado un poco deslucido por el papel que interpretó de anticipo de la genial obra que no terminaba de llegar. Lugar injusto sin duda, ya que se trata de una colección de relatos magistral. Cuando por fin se publicó “El alma fugitiva” todo el mundo se abalanzó sobre ella y, claro, lo largamente esperado pocas veces cubre todas las expectativas, así que, aunque fue un libro elogiado en diferentes medios, su repercusión no fue todo lo impactante que se suponía. Aún así, Brodkey volvió a estar en primera fila de la popularidad, recogiendo las mieles de un éxito hueco que resultó también breve, pues dos años después de la publicación de la novela, cayó enfermo de sida. Tenía los días contados. Y a un escritor en este caso, como en tantos otros, lo único que se le ocurre hacer es escribir, de modo que Brodkey comenzó la elaboración de un libro memorable: “Esta salvaje oscuridad”, con el subtítulo “La historia de mi muerte”. Una reflexión sobre la muerte y sobre la vida y sobre la literatura y la inmortalidad.
Cuando, hace unos años, Tom Wolfe publicó “La hoguera de las vanidades”, ya se habló de esta obra como la Gran Novela Americana. Últimamente, ha habido varias nuevas candidatas: “El día de la Independencia”, de Richard Ford; “Pastoral Americana”, de Philip Roth; “Submundo”, de Don DeLillo; “Empire Falls”, de Richard Russo; “Las correcciones”, de Jonathan Franzen; “Middlesex”, de Jeffrey Eugenides; “La broma infinita”, de David Foster Wallace o “Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay”, de Michael Chabon.
Uno de los casos más llamativos es el de Harold Brodkey. Harold Brodkey publicó “Primer amor y otros pesares” en 1954. Rápidamente le llovieron los elogios, lo compararon con Salinger. Una fama abrumadora le cayó encima, así que se puso a la tarea de escribir “La Gran Novela Americana”. Se dice que en 1959 ya se hablaba de la redacción de “El alma fugitiva”. Sin embargo, no se supo nada de esta obra durante treinta años. En ese tiempo, el autor mantuvo una sección en The New Yorker, llamada “Talk of the town”, donde publicaba artículos de tono autobiográfico. También iba publicando relatos aquí y allá. Toda una leyenda se fue forjando a su alrededor. Algunos críticos que tuvieron acceso al manuscrito de esa novela no escatimaron elogios: compararon a Brodkey con Whitman, con Proust, Joyce, Faulkner... Pero la novela no parecía terminarse nunca. En 1988, se publicaron sus relatos en un voluminoso libro titulado “Cuentos a la manera casi clásica”, que ha quedado un poco deslucido por el papel que interpretó de anticipo de la genial obra que no terminaba de llegar. Lugar injusto sin duda, ya que se trata de una colección de relatos magistral. Cuando por fin se publicó “El alma fugitiva” todo el mundo se abalanzó sobre ella y, claro, lo largamente esperado pocas veces cubre todas las expectativas, así que, aunque fue un libro elogiado en diferentes medios, su repercusión no fue todo lo impactante que se suponía. Aún así, Brodkey volvió a estar en primera fila de la popularidad, recogiendo las mieles de un éxito hueco que resultó también breve, pues dos años después de la publicación de la novela, cayó enfermo de sida. Tenía los días contados. Y a un escritor en este caso, como en tantos otros, lo único que se le ocurre hacer es escribir, de modo que Brodkey comenzó la elaboración de un libro memorable: “Esta salvaje oscuridad”, con el subtítulo “La historia de mi muerte”. Una reflexión sobre la muerte y sobre la vida y sobre la literatura y la inmortalidad.
En realidad, yo creo que un conjunto de cuentos, como “Catedral”, de Raymond Carver o cualquiera de los libros de John Cheever; o un libro de poesía, como la “Antología de Spoon River”, de Edgar Lee Masters o “Canto a mí mismo”, de Walt Whitman o “Aullido”, de Allen Ginsberg; o incluso una obra de teatro como “¿Quién teme a Virginia Woolf?”, de Edward Albee o “Muerte de un viajante”, de Arthur Miller, cumplirían dignamente el papel de obra cumbre de la cultura norteamericana. ¿Por qué no? ¿Por qué ese afán en buscar una Gran Novela y no simplemente un Gran Libro?
Lo cierto es que La Gran Novela Americana es una quimera, un objetivo inalcanzable, pese a lo cual los escritores estadounidenses se afanan a él con el ahínco con que Sísifo empujaba una y otra vez, montaña arriba, la enorme roca que habría de caer tan pronto alcanzase la cima.Aunque también es posible que alguien lo haya logrado en secreto, quién sabe, tal vez Joe Gould, el vagabundo que siempre llevaba un maletín en el que portaba las notas de su manuscrito “Historia oral de nuestro tiempo” y cuyo retrato popularizó el periodista Joseph Mitchell, lo haya conseguido.