Ahora que dispongo de tiempo pienso mucho en esto, es más, soy incapaz de pensar en ninguna otra cosa. Me pregunto si habré desperdiciado mi trabajo en frases pobres, llenas de errores, carentes de musicalidad y en tramas intrascendentes, triviales, insulsas, y en personajes planos, de trazado simple, sin hondura psicológica. Lo cierto es que ignoro si realmente yo era un buen escritor, lo suficientemente sólido como para resistir al olvido implacable. Me atormento preguntándome si mis libros hubiesen trascendido mi muerte y dado sentido a mi vida o si, por el contrario, hubiesen sido borrados, aniquilados, por la natural selección que impone el paso del tiempo, relegados a desordenados montones de saldos, oscuros y húmedos rincones de librerías de viejo, donde sólo cabría la esperanza de que los encontrara un excéntrico buscador de rarezas desconocidas. Todo eso me pregunto, consciente de la tortura a la que me estoy sometiendo, consciente de que pensar todas estas cosas me está matando, consume mis fuerzas, retuerce mis entrañas provocándome dolores infinitos que casi me hacen perder el sentido. Uno de mis compañeros se empeña en decirme que mi presencia en este lugar es la prueba de que mis escritos eran buenos, pero esa explicación no me sirve, es demasiado simple, tan elemental como los argumentos que me trajeron aquí, ideados por gentes que seguro serán olvidadas por la Historia, gentes irrelevantes, obtusas, oscuras, poseedoras de un poder que no les pertenece y les viene grande. Pensar todas estas cosas me hace daño, soy consciente de ello; sin embargo, me evade de este sitio terrible y me distancia de un destino que se me antoja ridículo e inmerecido. Mi mente está acostumbrada a volar lejos de mi cuerpo, es algo que he hecho durante toda mi vida. Supongo que es por eso por lo que siempre he preferido realizar trabajos mecánicos, rutinarios, porque en ellos es más fácil programar los movimientos y, luego, abandonar el cuerpo y alejarme volando a otros mundos, a cuestiones más grandes y trascendentales que la mera existencia en un lugar y tiempo determinados. Ahora, al reflexionar sobre ello, me siento tentado a pensar que en realidad lo único que he hecho en mi vida ha sido no romper la rutina, ser fiel al tren de lavado, a la ruta de reparto, a la maldita cadena de montaje, al clasificador de paquetes, a los muelles de carga y descarga, a todos esos trabajos, en fin, con los que yo pensaba que me evadía cuando lo que en realidad hacía era integrarme en una sociedad a la que despreciaba. Y sin embargo aquí estoy, sin duda porque alguien pensó que yo era más importante de lo que realmente creía y mis escritos eran más densos y perfectos de lo que nunca pude imaginar.
Estar aquejado por el virus de la literatura provoca unos síntomas que afectan a todos los órdenes de la existencia, hasta el punto de que todo lo que uno vive, todo lo que ocurre a su alrededor, queda inmediatamente tamizado por sus posibles aplicaciones literarias, todo es traducido a frases, descrito mentalmente, encajado en una trama ficticia capaz de trascender la mera anécdota y dotarla de una verdadera dimensión totalizadora, de este modo, la propia vida se diluye en una existencia incorpórea, irreal, alienante quizá, pero que inunda de sentido los huecos que provoca la rutina, la desidia, la sociedad urbana que se encarga de clasificar a la gente como quien organiza un puzzle. Y se siente de pronto uno cercano a los grandes autores de los libros que le fascinaron a lo largo de su vida, se siente más próximo a los escritores muertos que a sus amigos vivos, hermanado con aquellos por un mismo sentimiento, unas preocupaciones parecidas, unas inquietudes afines, tal como puede constatar uno cuando lee las páginas en las que derramaron sus recuerdos y plasmaron sus ideas, su filosofía de la vida y su visión sobre las grandes cuestiones cuyo misterio nos atenaza. Y sin embargo el temor a no ser digno de considerarse miembro de tan ilustre grupo le tortura continuamente, las dudas sobre la calidad de sus escritos le asaltan día y noche, obligándole a plantearse si no será un impostor, si no se estará engañando, forjando unas expectativas irreales, ajenas a su capacidad literaria, más bien pobre y desastrada, idea esta que provoca un irreprimible llanto, lágrimas generadas por una infinita tristeza ante la ominosa sensación de fracaso, de absurdo existencial.
Así transcurrían pues mis días y mis noches, entre la euforia ante un relato terminado de un modo satisfactorio y la congoja al releerlo y descubrir sus imperfecciones, entre la esperanza y la duda, entre el sueño y las limitaciones de la realidad, subsistiendo entre tanta angustia con trabajos físicos, repetitivos, como ya dije, que me permitían aislarme en mi mundo imaginario, ese mundo en el que daba conferencias y mis libros eran elogiados y admirados por una horda de lectores que me veneraban. Así que a veces me decidía a mandar uno de mis manuscritos a un posible editor, envolviendo en ese paquete todas mis esperanzas, mis esfuerzos, mis sueños, mis anhelos, y esperando el correo de respuesta día tras día, conteniendo la respiración cada vez que abría el buzón, confiando en que alguna vez la carta de vuelta no fuera de rechazo sino de elogio, algo que nunca llegó a ocurrir. En su lugar me visitó la policía.
Me visitó la policía y aún me cuesta creerlo. Tres agentes con gabardinas negras y rostros inexpresivos, cuyos ojos inquisidores recorrieron con calma, sistemáticamente, cada una de las habitaciones de mi domicilio, desplegándose con estudiada solemnidad, moviéndose con la gravedad de quien se sabe elegido para una gran empresa, para una importante investigación, en este caso, en la que yo debía ser un peligroso delincuente, un repugnante espía, un despreciable traidor, o aún algo peor que no lograba siquiera imaginar. En un momento dado intercambiaron, en voz alta, palabras que se me antojaron enigmáticas, "Listo", "Localizado", "Vale", "Avisa", "Procedan"; y uno se asomó a la ventana y otro habló por un transmisor, y en poco tiempo entraron más policías en mi domicilio, un grupo que fue orquestado por los tres agentes con enérgicos movimientos de brazos y que se afanó con diligencia en vaciar mis estanterías de libros y mis cajones del escritorio, donde guardaba mis grandes obras incomprendidas y despreciadas. De pronto, como si de algún modo inexplicable me hubiese engullido la famosa novela de Bradbury, me encontré contemplando cómo todos mis libros y mis papeles volaban por la ventana, eran amontonados enfrente de la entrada principal del edificio y eran rociados con gasolina. Quise lanzarme también por la misma ventana, en pos de mi sueño de gloria, del esfuerzo con el que había conseguido dotar de sentido a mi existencia, pero me sujetaron con fuerza y me bajaron por las escaleras y me obligaron, insensibles a mi llanto desconsolado, a contemplar cómo el fuego resquebrajaba mi alma, carbonizaba mis desvelos, mis pensamientos, todo mi trabajo, irrepetible, irrecuperable, perdiéndose para siempre, impotente ante implacables llamas doradas que lo convertían todo en un humo denso que se perdía en el cielo, regresando quizá a sus orígenes.
Luego me trajeron aquí, previo juicio en el que se me informó que mis obras habían sido consideradas subversivas, obteniendo de este modo la primera y última opinión sobre mis escritos que nadie me dirigió jamás, pronunciada con la gravedad que la situación requería por un juez severo y entrado en años, de rostro enjuto y mirada cansada a quien estuve tentado de preguntarle si se estaba refiriendo, al llamar "subversiva" a mi obra, al fondo o a la forma de la misma, deseando que al menos él, que parecía haberla leído, y que parecía un hombre culto, me comentara un poco más profundamente sus opiniones sobre mi trabajo, consciente como era de que nadie más podría hacerlo de ahí en adelante, pero la sentencia que me impuso y que remató con un enérgico golpe con su mazo de madera me dejó aturdido y desorientado y secó mi garganta y vació mi cerebro de palabras, quedando sumido en una especie de estado catatónico que me duró incluso hasta varios días después de haber sido confinado en esta prisión. El causante de mi condena parecía ser alguno de los relatos publicados, o peor aún, alguna frase de alguno de los relatos publicados, algo que, según se dijo, era insultante, aunque tampoco me quedó claro hacia quién o qué. Un texto indefinido, que ni siquiera recordaba, por el que seguramente no cobré nada, resultaba ser el causante de mi situación.
Mi compañero de celda intenta animarme y me dice que el hecho de que yo esté aquí demuestra que mis escritos eran buenos, lo dice con amabilidad, tocándome levemente el hombro con su mano callosa, lo cual delata su afán conciliador y le resta credibilidad. Es un hombre rudo que jamás ha leído un libro y que está cumpliendo condena por haber matado a su mujer y a su hijo de seis años, y a pesar de que me ha explicado que lo hizo por amor, porque no quería que siguiesen sufriendo en este mundo tan desquiciado e imperfecto, que más que matarlos consideraba que los había liberado, li-be-ra-do, vocaliza, en un intento obstinado por conseguir que yo capte el sentido profundo que tiene para él esta palabra, el alto grado de amor que estaba contenido en su crimen, a pesar de repetirme una y otra vez lo mucho que le gustaría poder retroceder en el tiempo para abrazarles, yo no puedo evitar, cuando me habla, imaginarlo con el cuchillo en la mano y cubierto de sangre. A veces, por la noche, cuando me nota especialmente agitado, empieza a hablar en voz alta y me dice que siempre se salva algo del fuego, pequeños fragmentos, trozos por aquí o por allá con los que alguien a quien no conoceremos nunca confeccionará un librito que se convertirá en algo muy valioso, un objeto de culto, una obra perfecta que traspasará las barreras del idioma y perdurará en el tiempo. Me gustaría creerlo, pues eso significaría que mi obra tiene calidad y es digna de ser rescatada del fuego, por tanto, mis esfuerzos no habrían sido infructuosos, aunque este pensamiento, el rescate de parte de mis escritos de ser devorados por el fuego, desemboca invariablemente en la hipótesis contraria: el supuesto de que esos fragmentos rescatados lo que constatan no es otra cosa que su intrascendencia, su escaso valor literario, la prueba de que nada importante se ha perdido en esa fogata; una segunda hipótesis que acrecienta mi angustia, puesto que significaría que mi estancia en esta prisión es un mero chiste negro. No soy capaz de soportar esta idea, quizá por eso me inclino a creer que nada se salvó del fuego, todo ardió, todo se perdió, todo desapareció... y en este caso existen nuevamente dos posibilidades: lo que se perdió era bueno y el daño es ya irreparable, una gran obra se ha destruido para el mundo, nadie podrá testificar su grandeza, su calidad; o bien lo escrito es literariamente imperfecto, malo, impublicable, entonces nadie podrá demostrar que en realidad soy un mal escritor y cabe la posibilidad de que alguien se entere de mi historia y dé a conocer mi caso, mi vida, mi figura, como un escritor de obra desconocida, castigado por su valentía con la pluma, por lo revolucionario de una obra desaparecida para desgracia de todos. Mi figura se vería de este modo magnificada y envuelta en la leyenda, y mi obra sería dotada, de forma ilusoria, de una calidad que nunca poseyó, de este modo ocuparía un lugar en la historia que no me pertenecería por derecho propio, un lugar que debería agradecer, por irónico que parezca, a quienes me han condenado y me han encerrado y me han despojado de todos mis bienes.
Un día mi compañero de celda me cuenta que va a intentar fugarse con otros presos, un grupo de seis, se van a deslizar entre las sombras hasta alcanzar los desagües, y nadarán entre mierda y orines hasta llegar al exterior, un plan imperfecto, plagado de inexactitudes, que sólo puede terminar en fracaso. Me pregunta si quiero ir con ellos, me lo pregunta en voz baja, en la oscuridad de la noche, en nuestra celda, y yo trato de identificar su silueta entre las sombras, pero no lo consigo, así que sus susurros me llegan como si fueran pronunciados por un fantasma. En cuestión de segundos valoro todos los pros y todos los contras. Por un momento, me planteo la posibilidad de escapar realmente de aquí, y no sólo de esta prisión sino también del país, llegar al extranjero y hacerme famoso gracias a alguna crónica periodística. Me veo, por un momento, agasajado por intelectuales que hablan en una lengua desconocida para mí y que me brindan la oportunidad de reemprender mi carrera, volver a escribir, demostrar la magnitud de mi obra, hacerla renacer de sus cenizas en el sentido más literal. Y entonces yo demuestro a todo el mundo que soy un mal escritor, mis textos son rechazados y mi figura ninguneada poco a poco hasta que el anonimato me envuelve y la cotidianidad, carente ahora de la esperanza de llegar a convertirme en escritor, cerrada al fin esta vía de escape, se cierne sobre mí hasta la total aniquilación, alcoholizado, vagabundeando por las calles o saltándome la tapa de los sesos de un disparo.
Mi compañero de celda me propone que me una a su grupo y que escape de allí. Le escucho y comprendo que mi destino es ocupar un lugar en la historia que no me pertenece, conseguir que los que han pretendido hundirme me conviertan en una leyenda. Al fin, secándome las lágrimas con el dorso de la mano, consigo decirle que no puedo ir con ellos, le doy las gracias por contar conmigo, pero mi sitio está aquí y no puedo abandonarlo. Pese a todo, le pido un último favor. Le pido que si consigue volver al mundo libre, hable de mí.