Recuerdo que ella me dijo que su padre había muerto. Creo recordarlo bien, aunque en aquel momento yo estaba desabrochando los botones de su blusa en el interior de mi coche y es posible que la memoria me esté jugando una mala pasada, pero no lo creo. Lo dijo claramente: muerto desde hacía varios años, de repente, un infarto o algo así; por eso me extrañó tanto verlo sentado en el salón de su casa cuando ella me invitó a subir a conocer a su madre. Un hombre más bien pequeño, calvo, de aspecto desvalido, sentado con las piernas muy juntas en uno de los sillones situados junto a la ventana y que me miraba como si me suplicase algo.
—Creía que tu padre había muerto —dije.
—Y así es —me respondió ella.
Y yo me quedé con una medio sonrisa en la cara, sin acabar de entender qué era lo que ocurría. Volví a mirar al hombre. Seguía allí, observándome con expectación.
—Siéntate, te traeré un café —me dijo Lidia.
Y yo no tuve tiempo de preguntarle quién era aquel hombre. No encontré las palabras apropiadas. La vi desaparecer tragada por la cocina y estuve un rato parado, de pie, pensando qué hacer, hasta que decidí acercarme a él y sentarme a su lado, en el sillón que quedaba libre.
—Hola —le dije.
Tardó un poco en contestar. Primero miró a nuestro alrededor por si había alguien más con nosotros y, al comprobar que estábamos solos, se inclinó un poco hacia delante.
—¿Puede usted verme?
Me sorprendió su pregunta. Se me ocurrió entonces que aquel hombre era en realidad un fantasma, el fantasma del padre muerto de Lidia a quien, vete a saber por qué, yo podía ver. Esta idea me puso nervioso.
—Sí —dije—, puedo verle.
Y pensé en ofrecerme como intérprete, por si quería decirle algo a su familia, o en preguntarle qué tal era la vida en el otro lado, si se encontraba bien, si era feliz, de algún modo, si necesitaba que fuéramos corriendo a una iglesia a rezar por él, no sé.
—Ellas dicen que no existo —me dijo casi en un susurro.
Una bola empezó a hacerse grande en mi garganta y tuve que carraspear.
—¿Cómo dice?
—Que ellas dicen que no existo. Hacen como que no me ven. Me ignoran. Es así desde hace tres años. Aún no sé por qué. Fue cosa de mi mujer. Ella fue la que me condenó a este estado ¿sabe?
Pero la verdad es que yo no sabía de qué me estaba hablando. No entendía nada de lo que decía.
—Fue hace tres años. Tres años llevo viviendo este infierno, joven. Tres años. Demasiado tiempo ¿no cree? —miró un momento por la ventana, como si rememorase algo, y luego volvió a mirarme y siguió hablando—. Todo por una tontería. Muy injusto, créame. Yo siempre he procurado que no les faltara de nada. No fue culpa mía perder el trabajo. ¡Claro que se me agrió el humor! ¿A quién no? A ver, dígame, si a usted le despiden después de veinte años trabajando en la misma empresa, dígame, ¿tiene ganas de estar riendo? Yo estaba que mordía, es cierto. Muy alterado, mucho. Saltaba por cualquier cosa. ¡Ala! El teléfono contra la pared, el plato de comida a tomar por culo, la silla a la mierda. ¡Todos a la mierda! ¡Todos! ¡A la mierda!
Miré hacia la puerta de la cocina, convencido de que Lidia saldría; o su hermana o su madre vendrían a ver qué pasaba, pero no apareció nadie, como si aquel hombre no estuviera gritando a pleno pulmón como un loco.
—Cálmese, por favor —dije.
—No se asuste, joven. Gritar es lo único que me queda. Y nunca me sirve de nada. ¿Ve como nadie me hace caso? De no ser por usted yo ya empezaba a pensar que era invisible. Lo han conseguido. Esta situación es horrible. Ella reunió a las niñas, delante de mí. Yo estaba aquí sentado, aquí mismo, como ahora. Y ella y las niñas sentadas alrededor de la mesa esta de aquí —señaló la mesa que estaba en el centro del salón, una mesa marrón oscuro, de madera—. Les dijo: niñas, vuestro padre ha muerto, se ha ido, ya no vive con nosotras. Y yo aquí. No se lo pierda. ¡Yo aquí mismo! Y ella diciendo que ya no estoy, que no existo. Yo pienso: ¿pero qué coño dice esta tía loca? Me levanto y le pregunto qué está diciendo a las niñas. Y ninguna me mira. Les grito. ¿Qué pasa aquí? Y ni caso, como si de verdad no me oyeran. Ni me miraban. Vamos, que ni me han vuelto a mirar ni a hablar desde ese día. No me ponen plato en la mesa, ni silla; como en la cocina, solo, las sobras que encuentro por ahí. ¿Se puede creer lo que le estoy contando?
—Pues, la verdad…
—Claro. No me extraña. ¿Quién puede creerse algo así? Si es que es de locos, es de locos. Yo hablo, me muevo por la casa, y nada, ni me miran. A veces me rebelo ¿sabe? Un día, al principio, me encerré en el cuarto de baño y estuve allí tres días, sin comer ni nada, para ver si me pedían que saliera, pero nada. No me dijeron nada. Las oía decir que el baño estaba estropeado y no sé cómo se las apañaron, pero ninguna habló conmigo. Al final salí de allí, claro. Tenía hambre. Luego he intentado varias cosas. Bah, tonterías. Ni se inmutan. Las empujo cuando nos cruzamos por el pasillo y siempre dicen que han tropezado con algo y pasan de mí. O les apago el televisor y ellas dicen que se ha estropeado y se van a otro cuarto. No sirve de nada. Esto es inaguantable. No es vida, se lo digo yo. Soy un muerto en vida. Un muerto en vida… Y sí, podría marcharme, claro que podría, pero no sé adónde ir ¿se lo puede creer? A veces bajaba a la calle y charlaba con algún tendero, para asegurarme de que todavía estaba aquí, para comprobar que había gente que podía verme. Pero ya no salgo. Quizá me he acostumbrado a ser invisible. No sé. Además, ella fue diciendo por ahí que dejaran de verme, que me ignoraran, y sé que algunos le hacían caso. Cada vez tenía que ir más lejos para encontrar a alguien que admitiese mi presencia.
El hombre empezó a sollozar y yo fui incapaz de animarlo. Nunca me había encontrado con una situación así. No sabía qué podía aconsejarle. Pensé en ponerle una mano en el hombro, pero entonces apareció Lidia con dos tazas de café, una para ella y otra para mí. Se sentó a mi lado, en una silla, y me sonrió.
—¿Qué tal estás? —me dijo.
—Bien, es sólo que no entiendo la situación de tu padre…
Ella se puso tensa.
—¿Qué quieres entender? Ya te dije que murió. No hay nada que entender.
—¿Y quién es este hombre, entonces? —dije señalando al sillón en el que estaba sentado.
—¿Qué hombre? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te pasa?
—Este hombre que está aquí sentado.
—¡Ahí no hay nadie! ¿Qué pretendes? Me estás asustando. Mi padre murió, ya te lo dije.
El hombre entonces empezó a decir que no estaba muerto, como una letanía, para molestar nuestra conversación.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Pero ella parecía no oírle. Cuando miraba hacia el sillón como yo le pedía, parecía no verle. Todo era muy extraño. Llamó a su madre, y a su hermana, para que me confirmaran que el hombre estaba muerto. Y ellas me lo confirmaron, claro. Una tragedia, dijeron. Murió de repente. No pudo superar su despido. Nunca hablaban de ello porque son recuerdos dolorosos.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Me contaron que estaba irascible, que la vida con él se volvió insoportable, pero no le guardaban rencor. Un día salió y ya no volvió, contó la madre. Murió en la calle, ésa era la versión oficial. Fue terrible, me dijeron.
Y el hombre seguía con su letanía.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Pero nadie le hizo caso. Tomamos el café tranquilamente y luego me marché.
La siguiente vez que visité la casa de Lidia, el hombre seguía allí, sentado en el mismo sillón, y su rostro se iluminó al verme, sin duda ilusionado ante la perspectiva de charlar con alguien. Pero hice como que no le veía. Me saludó y fingí no escucharle. Entonces agachó la cabeza y empezó a balancearse ligeramente, adelante y atrás, diciendo: «Me llamo Ricardo Sepúlveda Gutiérrez y no estoy muerto». Una y otra vez, como si rezara.
Lo ignoré por completo. A fin de cuentas, Lidia era una muchacha que me gustaba bastante.
—Creía que tu padre había muerto —dije.
—Y así es —me respondió ella.
Y yo me quedé con una medio sonrisa en la cara, sin acabar de entender qué era lo que ocurría. Volví a mirar al hombre. Seguía allí, observándome con expectación.
—Siéntate, te traeré un café —me dijo Lidia.
Y yo no tuve tiempo de preguntarle quién era aquel hombre. No encontré las palabras apropiadas. La vi desaparecer tragada por la cocina y estuve un rato parado, de pie, pensando qué hacer, hasta que decidí acercarme a él y sentarme a su lado, en el sillón que quedaba libre.
—Hola —le dije.
Tardó un poco en contestar. Primero miró a nuestro alrededor por si había alguien más con nosotros y, al comprobar que estábamos solos, se inclinó un poco hacia delante.
—¿Puede usted verme?
Me sorprendió su pregunta. Se me ocurrió entonces que aquel hombre era en realidad un fantasma, el fantasma del padre muerto de Lidia a quien, vete a saber por qué, yo podía ver. Esta idea me puso nervioso.
—Sí —dije—, puedo verle.
Y pensé en ofrecerme como intérprete, por si quería decirle algo a su familia, o en preguntarle qué tal era la vida en el otro lado, si se encontraba bien, si era feliz, de algún modo, si necesitaba que fuéramos corriendo a una iglesia a rezar por él, no sé.
—Ellas dicen que no existo —me dijo casi en un susurro.
Una bola empezó a hacerse grande en mi garganta y tuve que carraspear.
—¿Cómo dice?
—Que ellas dicen que no existo. Hacen como que no me ven. Me ignoran. Es así desde hace tres años. Aún no sé por qué. Fue cosa de mi mujer. Ella fue la que me condenó a este estado ¿sabe?
Pero la verdad es que yo no sabía de qué me estaba hablando. No entendía nada de lo que decía.
—Fue hace tres años. Tres años llevo viviendo este infierno, joven. Tres años. Demasiado tiempo ¿no cree? —miró un momento por la ventana, como si rememorase algo, y luego volvió a mirarme y siguió hablando—. Todo por una tontería. Muy injusto, créame. Yo siempre he procurado que no les faltara de nada. No fue culpa mía perder el trabajo. ¡Claro que se me agrió el humor! ¿A quién no? A ver, dígame, si a usted le despiden después de veinte años trabajando en la misma empresa, dígame, ¿tiene ganas de estar riendo? Yo estaba que mordía, es cierto. Muy alterado, mucho. Saltaba por cualquier cosa. ¡Ala! El teléfono contra la pared, el plato de comida a tomar por culo, la silla a la mierda. ¡Todos a la mierda! ¡Todos! ¡A la mierda!
Miré hacia la puerta de la cocina, convencido de que Lidia saldría; o su hermana o su madre vendrían a ver qué pasaba, pero no apareció nadie, como si aquel hombre no estuviera gritando a pleno pulmón como un loco.
—Cálmese, por favor —dije.
—No se asuste, joven. Gritar es lo único que me queda. Y nunca me sirve de nada. ¿Ve como nadie me hace caso? De no ser por usted yo ya empezaba a pensar que era invisible. Lo han conseguido. Esta situación es horrible. Ella reunió a las niñas, delante de mí. Yo estaba aquí sentado, aquí mismo, como ahora. Y ella y las niñas sentadas alrededor de la mesa esta de aquí —señaló la mesa que estaba en el centro del salón, una mesa marrón oscuro, de madera—. Les dijo: niñas, vuestro padre ha muerto, se ha ido, ya no vive con nosotras. Y yo aquí. No se lo pierda. ¡Yo aquí mismo! Y ella diciendo que ya no estoy, que no existo. Yo pienso: ¿pero qué coño dice esta tía loca? Me levanto y le pregunto qué está diciendo a las niñas. Y ninguna me mira. Les grito. ¿Qué pasa aquí? Y ni caso, como si de verdad no me oyeran. Ni me miraban. Vamos, que ni me han vuelto a mirar ni a hablar desde ese día. No me ponen plato en la mesa, ni silla; como en la cocina, solo, las sobras que encuentro por ahí. ¿Se puede creer lo que le estoy contando?
—Pues, la verdad…
—Claro. No me extraña. ¿Quién puede creerse algo así? Si es que es de locos, es de locos. Yo hablo, me muevo por la casa, y nada, ni me miran. A veces me rebelo ¿sabe? Un día, al principio, me encerré en el cuarto de baño y estuve allí tres días, sin comer ni nada, para ver si me pedían que saliera, pero nada. No me dijeron nada. Las oía decir que el baño estaba estropeado y no sé cómo se las apañaron, pero ninguna habló conmigo. Al final salí de allí, claro. Tenía hambre. Luego he intentado varias cosas. Bah, tonterías. Ni se inmutan. Las empujo cuando nos cruzamos por el pasillo y siempre dicen que han tropezado con algo y pasan de mí. O les apago el televisor y ellas dicen que se ha estropeado y se van a otro cuarto. No sirve de nada. Esto es inaguantable. No es vida, se lo digo yo. Soy un muerto en vida. Un muerto en vida… Y sí, podría marcharme, claro que podría, pero no sé adónde ir ¿se lo puede creer? A veces bajaba a la calle y charlaba con algún tendero, para asegurarme de que todavía estaba aquí, para comprobar que había gente que podía verme. Pero ya no salgo. Quizá me he acostumbrado a ser invisible. No sé. Además, ella fue diciendo por ahí que dejaran de verme, que me ignoraran, y sé que algunos le hacían caso. Cada vez tenía que ir más lejos para encontrar a alguien que admitiese mi presencia.
El hombre empezó a sollozar y yo fui incapaz de animarlo. Nunca me había encontrado con una situación así. No sabía qué podía aconsejarle. Pensé en ponerle una mano en el hombro, pero entonces apareció Lidia con dos tazas de café, una para ella y otra para mí. Se sentó a mi lado, en una silla, y me sonrió.
—¿Qué tal estás? —me dijo.
—Bien, es sólo que no entiendo la situación de tu padre…
Ella se puso tensa.
—¿Qué quieres entender? Ya te dije que murió. No hay nada que entender.
—¿Y quién es este hombre, entonces? —dije señalando al sillón en el que estaba sentado.
—¿Qué hombre? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te pasa?
—Este hombre que está aquí sentado.
—¡Ahí no hay nadie! ¿Qué pretendes? Me estás asustando. Mi padre murió, ya te lo dije.
El hombre entonces empezó a decir que no estaba muerto, como una letanía, para molestar nuestra conversación.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Pero ella parecía no oírle. Cuando miraba hacia el sillón como yo le pedía, parecía no verle. Todo era muy extraño. Llamó a su madre, y a su hermana, para que me confirmaran que el hombre estaba muerto. Y ellas me lo confirmaron, claro. Una tragedia, dijeron. Murió de repente. No pudo superar su despido. Nunca hablaban de ello porque son recuerdos dolorosos.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Me contaron que estaba irascible, que la vida con él se volvió insoportable, pero no le guardaban rencor. Un día salió y ya no volvió, contó la madre. Murió en la calle, ésa era la versión oficial. Fue terrible, me dijeron.
Y el hombre seguía con su letanía.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Pero nadie le hizo caso. Tomamos el café tranquilamente y luego me marché.
La siguiente vez que visité la casa de Lidia, el hombre seguía allí, sentado en el mismo sillón, y su rostro se iluminó al verme, sin duda ilusionado ante la perspectiva de charlar con alguien. Pero hice como que no le veía. Me saludó y fingí no escucharle. Entonces agachó la cabeza y empezó a balancearse ligeramente, adelante y atrás, diciendo: «Me llamo Ricardo Sepúlveda Gutiérrez y no estoy muerto». Una y otra vez, como si rezara.
Lo ignoré por completo. A fin de cuentas, Lidia era una muchacha que me gustaba bastante.
Nota: Hace poco se publicó un artículo de Juan José Millás que se titulaba “Yo tampoco existo”. Hablaba sobre una campaña publicitaria que negaba la existencia de Dios. Se exhibía en autobuses de Cataluña. También en Inglaterra: “There is no god”. El artículo lo escribía inspirado por una fotografía en la que se veía a una muchacha luciendo una camiseta con este lema. En un momento dado, decía: Digo si usted fuera Dios, pero aunque usted fuera Ricardo Sepúlveda Gutiérrez, por elegir al azar un nombre de la Guía Telefónica, firmaría a gusto una campaña cuyo lema fuera “Ricardo Sepúlveda Gutiérrez no existe”. Ésa frase fue el detonante de este relato.
11 comentarios:
Mmmmm me gusta. Buen relato y da para una conversación muy profunda.
Me ha encantado el relato, Miguel. Atrapa desde el principio y ya no puedes parar. El final es estupendo: al final el protagonista se suma a la ¿farsa? anulando completamente la identidad del hombrecillo, condenado a no existir hasta que deje en realidad de existir.
Saludos
Me puse a pensar en las esposas de los cientos de desempleados que hay en mi país.
La foto es preciosa e inspira a escribir.
Abrazos.
Un relato original y a mi entender brutal. Da para varios niveles de lectura. Casi perfecto.
Excelente texo Miguel.El hombre invisible es todo un género literario fascinante por todo lo que comporta desde el proceso histórico a partir de finales del siglo XIX.Es una maravillosa metáfora de nuestra condición humana.Soy un gran entusiasta de estas historias,quizá porque siempre me he sentido invisible cuando quería ser visible,y,muy visible cuando necesitaba ocultarme.Tengo una buena colección de historias que seguro tú también las coneces.
El hombre invisible,de H.G.Wells.
El secreto de Wihelm Storitz,de Julio Verne.
Memorias de un hombre invisible,de H.F.Saint que John Carpenter llevó a la pantalla.
La magnífica El hombre invisible,de Ralph Ellinson.
Ver al hombre invisible,relato extraordinario de Robert Silverberg,recopilado en su colección La otra sombra de la Tierra y publicado por la mítica Martínez Roca.
Incluso está en mi lista esa niña ausente,pero presente y que nadie ve en El fantasma de la libertad,la gran película de Luis Buñuel.
No sé si hoy es posible ser invisible bajo el ojo onmipresente de la tecnología.
Ya ves todo lo que dá tu post.
Un fuerte abrazo.
Miguel, a mí me encantó el relato. Lo empecé a leer y de inmediato sentí curiosidad y no pude parar hasta terminarlo.
Me gustó sobre todo que nada sobra, nada está de más.
Un abrazo.
Buen relato, te atrapa hasta el final.
Muchísimas gracias por los comentarios. Me alegra que os haya gustado.
Un abrazo.
Es muy bueno, sinceramente. En profundidad y en tema. Además, tiene la gran ventaja de que sabe ser breve, diciendo lo importante, de modo que es muy legible. Debería usted ir recopilando sus relatos para algún buen libro.
"El lobo estepario"
¡Miguel, me ha encantado!
Un abrazo de un lector demasiado esporádico.
Sé lo difícil que resulta escribir, y después intentar publicar; ese proceso es desalentador en muchas ocasiones.
¡Enhorabuena por tu publicación!
Saludos
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