
Hace unos días compré un libro que me llamó la atención en la mesa de novedades. Su portada era negra y el titulo estaba escrito en letras amarillas: “Cineclub”. Su autor: David Gilmour. Leí la solapa y me interesó. David Gilmour fue el presentador de un programa de televisión (“Gilmour on the Arts”), y es autor de seis novelas. El libro narra la relación entre un padre y su hijo adolescente, entre David Gilmour y su hijo Jesse, una historia autobiográfica. Ambos llegan a un extraño pacto: el hijo puede dejar de ir al instituto a cambio de que se comprometa a ver tres películas semanales.
Elvira Lindo publicó no hace mucho un artículo en el que decía lo siguiente: “Qué raro que algo tan asimilable como es el cine no haya entrado en los colegios por la puerta grande, qué raro que la educación no admita que tanto valen los clásicos del cine como los de la literatura”.
Siempre he pensado que el cine debería ser una asignatura reconocida en los colegios, un medio eficaz de tratar diferentes temas, de afrontar cuestiones de interés, de aprender a razonar, a interpretar, a valorar una historia y analizar sus imbricaciones. Un medio ameno y eficaz de exponer dilemas morales y sociales. Una herramienta sin competencia para mostrar nuestra evolución en las últimas décadas. La gente joven, por sistema, suele huir de las películas en blanco y negro; prefieren el color, y si hay explosiones o chistes verdes, mejor. Cuando quiero que mis hijos vean una película en blanco y negro sé que debo soportar unos minutos de caras de fastidio, de reproches, una lista de títulos alternativos que yo suelo afrontar sin perder la sonrisa y prometiendo una velada muy interesante. La recompensa viene cuando, después de los primeros quince minutos de película, ellos atienden con interés.
La cuestión es seleccionar adecuadamente los títulos para conseguir su confianza.
Dice el protagonista de “Cineclub”: Elegir películas para la gente es un asunto peliagudo. En cierto sentido, es igual de revelador que escribir una carta a alguien. Muestra lo que uno piensa, lo que le emociona, a veces incluso puede mostrar cómo piensa uno que el mundo lo ve a él.
El libro ofrece una caótica lista de títulos. “El resplandor”, “Annie Hall”, “Instinto básico”, “Los cuatrocientos golpes”, “Gigante”, “El último tango en París”, “El padrino”, “Delitos y faltas”… Antes de cada sesión, el padre suele comentar algunos aspectos relacionados con lo que van a ver: unas palabras sobre el director, una anécdota sobre el rodaje, sobre la época en que se estrenó, sobre los intérpretes o sobre el autor del libro en el que se basa. Luego, ambos la comentan, brevemente.
Uno de los juegos que establecen es elegir la escena preferida. Otro, contemplar películas en las que un actor desconocido en ese momento realiza una interpretación que sorprende, que llama la atención y anticipa que llegará a convertirse en una gran estrella. Las películas se van agrupando por algún aspecto concreto, como aquellas en las que el actor principal demuestra su grandeza con la máxima economía de medios, incluso sin hablar, tan sólo con su actitud. O la sesión de cintas de terror. O la lista de placeres inconfesables: películas que se sabe que son malas pero que nos gustan igualmente. Ésta última es muy interesante e incluye títulos como “Pretty woman”, “Rocky III”, “La noche se mueve”, “Nikita”, “Alerta máxima” o “Showgirls” (es en cierto modo una rareza cinematográfica, un placer inconfesable sin una sola buena interpretación).
Y así, de un modo gradual y casi imperceptible, padre e hijo van afianzando su relación, hablando de cuestiones que suelen silenciarse, de asuntos que se eluden; y el cine se convierte en parte esencial a la hora de interpretar el mundo, se introduce en las conversaciones.
“El diablo sobre ruedas”, “Ladrón de bicicletas”, “Por un puñado de dólares”, “Solo ante el peligro”, “La dolce vita”, “La zona muerta”, “Aguirre o la cólera de Dios”, “El exorcista”, “Quiz show”… O “Ishtar”, una de esas películas que le gustan al autor y que, sin embargo, no parece que le guste a nadie más.
Pero Gilmour nos muestra también sus momentos de duda ante lo que está haciendo: ¿Había aprendido algo durante el último año bajo mi «tutela»? ¿Merecía la pena saber algo de todo aquello? Veamos. Sabe de la existencia de Elia Kazan y el Comité de Actividades Antiamericanas, pero ¿sabe lo que son los comunistas? Sabe que Vittorio Storaro iluminó el piso de “El último tango en París” colocando las luces fuera de las ventanas en lugar de dentro del plató, pero ¿sabe dónde está París?
En resumen, un libro que se lee con fluidez, desenfadado, con sentido del humor, y que, casi sin darnos cuenta, nos habla de cómo el cine puede convertirse en un punto de unión, una referencia que dé pie a toda clase de conversaciones; capaz de afianzar una relación y de enseñar, quizás, a vivir.