Mostrando entradas con la etiqueta Relatos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Relatos. Mostrar todas las entradas

jueves, septiembre 25, 2014

Cosecha Eñe



Este año me llevé la grata sorpresa de haber quedado finalista del concurso “Cosecha Eñe”. El día 24 se celebró el acto de entrega de premios en el Círculo Bellas Artes de Madrid. También se presentó la nueva web y, por supuesto, el número 39 de la revista en el que se publicarán tanto los relatos finalistas como el ganador:

Relato ganador:

Famous Blue Raincoat, de Aixa de la Cruz 

Relatos finalistas:

Luz de noche, de Walter H. González (Marbella, Málaga, 1978)
La piraña, de Manuel Crespo (Buenos Aires, 1982)
Cuidado con el huevo, de Alejandro Morellón (Madrid, 1985)
Omertá, de Río (A Coruña, 1974)
El timbre, de Alberto Haj-Saleh (Sevilla, 1978)
El empleado del mes, de Luis Bagué Quílez (Palafrugell, Girona, 1978)
La ochava, Silvina Chague (Buenos Aires, 1964)
Nombrar al hijo, de Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970)
La ausencia, de Miguel Sanfeliu (Santa Cruz de Tenerife, 1962)

El jurado ha estado compuesto por Andrés Barba, escritor y ganador de Cosecha Eñe 2009; Juan Casamayor, responsable de Páginas de Espuma, la editorial por excelencia del cuento en España; Antón Castro, escritor y periodista, ganador en 2013 del Premio Nacional de Periodismo Cultural, y Camino Brasa y Elena Medel, directora y redactora jefa de Eñe. Revista para leer, respectivamente.

Me ha alegrado doblemente encontrarme entre los finalistas a un buen amigo como Miguel Ángel Muñoz, autor del blog “El síndrome Chéjov”.


Por otra parte, en el programa “Tenemos mucho cuento”, de Radio KLARA (FM 104.4 Valencia), tuvieron el pasado mes de agosto la gentileza de leer uno de mis relatos, el titulado “Remordimiento”, y acaban de colgar el podcast para escucharlo en internet.

Pulsar AQUÍ
.

viernes, mayo 02, 2014

LAS EQUIVOCACIONES – un relato de Medardo Fraile

Medardo Fraile, sobre esta historia, dijo: "Las equivocaciones es casi un presagio de lo que iba a ser mi vida". Pero este comentario no deja de ser una broma del autor. La historia está contada en tercera persona y con un tono desenfadado, jocoso a veces, que se mete en la cabeza del protagonista, y, una vez ahí, ya no se separa de él. Destaca el uso de los diálogos como elementos dinamizadores de la acción, no sólo en cuanto a agilidad estilística sino también como recurso para expresar el paso del tiempo. 

El relato nos cuenta la historia de Lorenzo (los personajes de Medardo Fraile siempre están identificados por su nombre), un personaje del que se compadece la voz narradora por su sufrimiento absurdo, una angustia que viene dada por las equivocaciones de la gente con respecto a él, que deben ser habituales, y a las que el protagonista da mucha importancia porque piensa que deben tener algo de verdad. Aquí está el asunto central del relato, o uno de ellos. Toda la historia gira en torno a la identidad. A partir de este momento el cuento es un alarde de estilo, de pericia narrativa. Somos quienes somos por una mera cuestión de azar, así que, del mismo modo, podríamos haber sido otro: nuestro destino es uno pero podría ser cualquiera. 

 A nuestro protagonista suelen atribuirle identidades que no son suyas. Somos testigos de las confusiones que lo atormentan. La historia avanza en el tiempo subrayando que esas equivocaciones son una constante en su vida. Intenta serenarse, recordar quién es en realidad, reafirmarse, para lo cual repasa sus orígenes, únicos, su identidad. Pero claro, "¡Qué mundo de posibilidades le brindaba la gente!" En la mili le preguntan si es de caballería cuando en realidad es de infantería. O es confundido con un ingeniero. O le preguntan si se llama Francisco en vez de Lorenzo, lo cual le perturba: "Pero lo que le preocupaba, lo misterioso para él, era que podía haberse llamado Francisco lo mismo que Lorenzo". 

Lorenzo es inconformista, pero también es un perdedor. Muchos de los protagonistas de las historias de Medardo Fraile sueñan con ser alguien, con cambiar el destino, con huir de la trampa de las convenciones, aunque suelen fracasar y las cosas quedarse como estaban. En este caso, en una divertida escena final en la que la mayor parte de las descripciones son sustituidas por una línea de diálogo, Lorenzo asumirá el equívoco, decide convertirse en otro, aunque todo hace pensar que esa identidad no durará demasiado tiempo.



miércoles, septiembre 12, 2012

La opinión del doctor

Sí, la radiografía no refleja nada. A ver la resonancia... ¿Qué era exactamente lo que le ocurría a usted?... Ah, sí, sí, molestias en la rodilla. A ver. Ahora nos entregan las resonancias en un CD, pero no nos funciona el ordenador. De todas formas, lo importante es el informe y aquí nos dice que tampoco hay nada anormal. Mmmm, un poco de desgaste en el disco, sí, que es normal por la edad, pero no hay rotura. Bueno, pues llegados a este punto, lo único que podemos hacer es rehabilitación y tomar algún regenerador del cartílago, ¿verdad? Bueno, le llaman regenerador del cartílago pero, obviamente, si el cartílago pudiera regenerarse todos podríamos tener las articulaciones como cuando teníamos veinte años, fíjese, y claro, esto no es posible ¿verdad? Pero bueno, como tampoco está demostrado que estas pastillas sean perjudiciales, pues usted las toma y ya veremos. Si ve que le va bien, pues las sigue tomando, y si ve que después de dos o tres cajas no le hacen nada, que será lo más probable, pues las deja y en paz. Y con la rehabilitación, pues lo mismo. Puede usted empezar ahora o esperar a después del verano. Si se va de vacaciones, a lo mejor el descanso le va bien. Claro que también puede ir a su centro y pedir que le enseñen algunos ejercicios apropiados para esto y luego usted los va haciendo en casa, tranquilamente, a su ritmo. Y eso es todo, espero que vaya mejor y el dolor, aunque no desaparezca del todo, porque los desgastes son los desgastes, al menos que sea más llevadero. Déjeme la tarjeta de la compañía para que la pase por el lector, por favor.

miércoles, julio 13, 2011

El escritor

El escritor se sienta frente a la pantalla del ordenador dispuesto a renovar el género del relato corto. Algo innovador. Algo que no haya hecho nadie. Algo rompedor. El futuro de la narrativa breve. La pantalla parpadea. El escritor piensa. Tal vez narrar la historia al revés. O alternar voces narrativas. La primera y la tercera persona. El presente y el pasado. Quizá romper la estructura. Fragmentos desordenados. Mezcla de lenguaje científico y lenguaje literario. Metaficción. Personajes reales y personajes inventados. Biografía y fantasía. Mezcla de géneros. Western y Ciencia Ficción con unas gotas de terror gótico. Narrador omnisciente y monólogo interior. El escritor se desespera. Se levanta de la silla y da vueltas por el cuarto. Todo lo que se le ocurre parece haber sido ya hecho con anterioridad. ¡Maldito Cortázar! Inventar un lenguaje nuevo. Utilizar las abreviaturas de los mensajes electrónicos. Historia de amor en un chat. Golpea la mesa con furia. Y de pronto tiene una idea. Estira los dedos y comienza a teclear el principio: Érase una vez…

jueves, febrero 24, 2011

Vorín

La enfermera les hizo pasar a la sala de espera y el joven matrimonio tomó asiento en un sofá de cuero, sin soltarse las manos, en silencio. Hacía ya año y medio que duraba la enfermedad de su hijo Vorín. Empezó de forma imperceptible, con unas caídas que en modo alguno hacían presagiar lo que vendría después. Vorín se desplomaba inesperadamente y, durante unos segundos, perdía la consciencia; luego, volvía a levantarse y seguía correteando y jugando como si nada hubiese ocurrido.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntaban.
Pero él les miraba y daba a entender que no sabía de qué le estaban hablando.
—Le faltan vitaminas —decía la madre en la oscuridad del dormitorio.

Le llevaron al médico, seguros de que le recetaría algún reconstituyente o algún antibiótico o cualquier otra cosa capaz de solucionar el problema en cuatro días, pero nadie parecía saber qué era lo que le ocurría al niño. Las caídas siguieron y se alargó la duración de los periodos de inconsciencia. Le sometieron a infinidad de pruebas, pero ningún resultado fue concluyente. Un estudio llevaba a otro. Los médicos ponían cara de circunstancias.
— ¿Y si no se salva? —preguntaba a veces la madre.
Su marido se negaba a considerar siquiera esa posibilidad.
—Se salvará, cueste lo que cueste.
Fue el Dr. Boix quien diagnosticó por primera vez la enfermedad y explicó la sucesión de síntomas y su posible desenlace. Se trataba de una encefalitis poco común, de origen viral, cuya curación se desconocía por el momento.
Ahora, Vorín estaba postrado en una cama, con la mirada fija en el techo, una mirada que, a fuerza de expresar el miedo, se había quedado triste.

La enfermera entró en la sala y les dijo que el doctor les recibiría enseguida. Lo dijo intentando sonreír. Ellos le dieron las gracias. Avanzaron despacio por un estrecho pasillo adornado con un papel pintado de flores azules. Se abrió una alta puerta de madera y entraron en el despacho del eminente psiquiatra, el doctor Zuala, quien les invitó a tomar asiento.
El padre comenzó a hablar. Le expuso el motivo de su visita mientras el médico le atendía con una expresión que daba a entender que no era la primera vez que tenía que escuchar tonterías. Un documental que habían visto en televisión aseguraba que se estaban llevando a cabo ciertas investigaciones relacionadas con la posibilidad de regenerar células cerebrales y, si tenían éxito, se podrían curar infinidad de enfermedades mentales. Por eso estaban allí, porque si de verdad se estaban llevando a cabo tales experimentos, ellos estaban dispuestos a permitir que se experimentase con su hijo, que lo utilizaran como conejillo de indias a cambio de una esperanza.
Cuando cesó su desordenada y entrecortada explicación, el Dr. Zuala se apoyó con los codos sobre el escritorio.
—Miren —dijo—, su hijo era pero ya no es. Es así de simple. No hay solución milagrosa. No hay esperanza y deben aceptarlo. Quien haya dicho eso en la televisión es un mentiroso y un charlatán. Se tienen que hacer a la idea de que tendrán que arrastrar a su hijo en un carro de ruedas el resto de su vida. Nunca volverá a ser el mismo. Se ha ido y la ciencia no puede traerlo de vuelta. Su enfermedad, por desgracia, es incurable. No hay nada que hacer. Nada. ¿Lo entienden?

La madre apretó el brazo de su marido y se echó a llorar. El padre, por su parte, intentó responder pero no quería que le flaquease la voz delante de aquel hombre, así que se limitó a mirarle fijamente.
—Cuanto antes lo acepten será mejor para todos.
La enfermera les puso la mano en la espalda con suavidad. Los sacó de aquel despacho y les acompañó hasta la puerta. El padre no pronunció ni una sola palabra, se limitó a andar muy recto. Las manos le temblaban.
Vorín sobrevivió cinco años en estado de coma profundo, alimentado por sondas nasales, constantemente atendido por su madre. Algunas tardes ella se sentaba a su lado y charlaba con él y le contaba cómo transcurrían las cosas y le decía que no debía preocuparse por nada, que no debía tener miedo porque era un niño muy valiente, le decía que tanto ella como su padre le protegerían siempre y nada malo podría ocurrirle.

domingo, enero 23, 2011

Muros

Hace tiempo que dejó de resistirse. Ahora, cuando él se presenta, ella le deja hacer, sin decir nada. Ni siquiera siente asco al verle babear y resoplar. Ni siquiera siente piedad al ver su piel envejecida y su pene debilitado. Es capaz de pensar en sus propias cosas, aún con él encima. Piensa en el miedo que sienten sus hijos cuando le oyen llegar, sin importarles que traiga comida, ropa y juguetes. No sabe cómo decirles que no deben tener miedo, que ella está bien, que no siente dolor. Los niños corren a esconderse debajo de la cama. Piensa en ellos mientra el hombre se mueve, allí escondidos, quizá tapándose los oídos y temblando de miedo. Desea que el hombre termine pronto para reunirse con los pequeños, para abrazarles y contarles, una vez más, cómo es el exterior, cómo serán sus vidas cuando por fin puedan escapar de allí.
—Papá —dice ella entonces—, ¿puedes traernos la próxima vez un libro con fotografías de paisajes?

viernes, junio 04, 2010

La reunión

Mientras se anudaba la corbata se le ocurrió un dato que podría resultarle útil para el cuento que estaba escribiendo. Se puso nervioso y el nudo comenzó a resistirse. Decidió dejar la corbata para luego y correr a su escritorio y anotar la idea que le rondaba la cabeza antes de que se le olvidase. Su mujer le dijo: “Vas a llegar tarde a la reunión”. Él levantó la mano pidiendo un poco de paciencia. Su mujer fue quien finalmente le anudó la corbata.
Llegó al lugar de la reunión un poco ajustado de tiempo. Los demás ya estaban allí, pero todavía no se habían sentado a la mesa. Se sintió un poco extraño cuando se encontró con ellos. No entendía por qué no había eludido acudir a esa reunión de exalumnos. Ver a sus antiguos compañeros de clase con veinticinco años más, algunos mucho más gordos, casi todos mucho más calvos, fue algo que le hizo sentir incómodo. No todos estaban allí, apenas serían unos quince.
Se sentaron a cenar y pidieron bebida en abundancia. Levantaron la copa varias veces, brindaron por esto y por lo otro. Recordaron anécdotas de clase, travesuras, antiguos profesores... También se enteraron de la muerte de al menos tres compañeros. Y hablaron de sus trabajos y sus familias, de las metas alcanzadas, de los estudios terminados o abandonados. Todos parecían satisfechos, felices con el reencuentro.
En un momento dado, alguien le preguntó: “Por cierto, ¿sigues escribiendo?” Y él intentó dibujar una sonrisa que se quedó a medio camino, se encogió ligeramente de hombros y respondió: “No, ya no”. Y cambió rápidamente de tema, recordando al profesor de literatura que les leía novelas en clase, y al de latín, cuando le escondieron un pájaro en el cajón de su mesa, y a tantos otros.

domingo, marzo 21, 2010

Parafilias ilustradas

La editorial Traspiés proyecta una antología ilustrada de microrrelatos relacionados con las parafilias. Tanto los textos como las ilustraciones van apareciendo también en un blog que han creado sobre el tema llamado, precisamente, “Parafilias ilustradas”.

En el blog de Vagamundos encontraréis las bases del proyecto. Estáis todos invitados a participar.

Podéis leer mi pequeña aportación, inspirada en una parafilia conocida como “antolagnia”, que consiste en la excitación por oler flores, en este enlace.

miércoles, diciembre 16, 2009

Muy fashion

En "El Heraldo del Henares" se publicó un relato mío, en la sección de cuentos que coordina Carolina Molina.
Pueden leerlo aquí.
Y la nómina de autores seguirá creciendo.
Pueden seguir el índice aquí.

domingo, noviembre 08, 2009

Hermanos

Nuestros padres se habían perdido y no me separaba del lado de mi hermano, que era dos años mayor que yo. Me sujetaba la mano con fuerza, y eso me hacía sentir bien. Me pegaba a su brazo y, de vez en cuando, miraba su cara. Él tenía la cabeza muy recta y miraba hacia delante. Había mucha gente y nos empujábamos unos a otros. Los gritos me daban miedo. Avanzábamos en fila, arrastrando los pies, todos muy juntos. Llegamos hasta un hombre que nos miró y le dijo a mi hermano que me soltara y que se fuera por otro lado. Yo sujeté su brazo con fuerza, pero él apartó mi mano y obedeció al hombre. Grité y lloré. Me agarraron de la chaqueta y tiraron de mí mientras mi hermano me decía adiós con la mano. Escuché a alguien decir que iban a darnos una ducha.



Nota (por si a alguien le interesa): En el número 83 de la revista "Clarín" aparece un artículo mío sobre "Libros póstumos".

jueves, febrero 12, 2009

El hombre invisible

Recuerdo que ella me dijo que su padre había muerto. Creo recordarlo bien, aunque en aquel momento yo estaba desabrochando los botones de su blusa en el interior de mi coche y es posible que la memoria me esté jugando una mala pasada, pero no lo creo. Lo dijo claramente: muerto desde hacía varios años, de repente, un infarto o algo así; por eso me extrañó tanto verlo sentado en el salón de su casa cuando ella me invitó a subir a conocer a su madre. Un hombre más bien pequeño, calvo, de aspecto desvalido, sentado con las piernas muy juntas en uno de los sillones situados junto a la ventana y que me miraba como si me suplicase algo.
—Creía que tu padre había muerto —dije.
—Y así es —me respondió ella.
Y yo me quedé con una medio sonrisa en la cara, sin acabar de entender qué era lo que ocurría. Volví a mirar al hombre. Seguía allí, observándome con expectación.
—Siéntate, te traeré un café —me dijo Lidia.
Y yo no tuve tiempo de preguntarle quién era aquel hombre. No encontré las palabras apropiadas. La vi desaparecer tragada por la cocina y estuve un rato parado, de pie, pensando qué hacer, hasta que decidí acercarme a él y sentarme a su lado, en el sillón que quedaba libre.
—Hola —le dije.
Tardó un poco en contestar. Primero miró a nuestro alrededor por si había alguien más con nosotros y, al comprobar que estábamos solos, se inclinó un poco hacia delante.
—¿Puede usted verme?
Me sorprendió su pregunta. Se me ocurrió entonces que aquel hombre era en realidad un fantasma, el fantasma del padre muerto de Lidia a quien, vete a saber por qué, yo podía ver. Esta idea me puso nervioso.
—Sí —dije—, puedo verle.
Y pensé en ofrecerme como intérprete, por si quería decirle algo a su familia, o en preguntarle qué tal era la vida en el otro lado, si se encontraba bien, si era feliz, de algún modo, si necesitaba que fuéramos corriendo a una iglesia a rezar por él, no sé.
—Ellas dicen que no existo —me dijo casi en un susurro.
Una bola empezó a hacerse grande en mi garganta y tuve que carraspear.
—¿Cómo dice?
—Que ellas dicen que no existo. Hacen como que no me ven. Me ignoran. Es así desde hace tres años. Aún no sé por qué. Fue cosa de mi mujer. Ella fue la que me condenó a este estado ¿sabe?
Pero la verdad es que yo no sabía de qué me estaba hablando. No entendía nada de lo que decía.
—Fue hace tres años. Tres años llevo viviendo este infierno, joven. Tres años. Demasiado tiempo ¿no cree? —miró un momento por la ventana, como si rememorase algo, y luego volvió a mirarme y siguió hablando—. Todo por una tontería. Muy injusto, créame. Yo siempre he procurado que no les faltara de nada. No fue culpa mía perder el trabajo. ¡Claro que se me agrió el humor! ¿A quién no? A ver, dígame, si a usted le despiden después de veinte años trabajando en la misma empresa, dígame, ¿tiene ganas de estar riendo? Yo estaba que mordía, es cierto. Muy alterado, mucho. Saltaba por cualquier cosa. ¡Ala! El teléfono contra la pared, el plato de comida a tomar por culo, la silla a la mierda. ¡Todos a la mierda! ¡Todos! ¡A la mierda!
Miré hacia la puerta de la cocina, convencido de que Lidia saldría; o su hermana o su madre vendrían a ver qué pasaba, pero no apareció nadie, como si aquel hombre no estuviera gritando a pleno pulmón como un loco.
—Cálmese, por favor —dije.
—No se asuste, joven. Gritar es lo único que me queda. Y nunca me sirve de nada. ¿Ve como nadie me hace caso? De no ser por usted yo ya empezaba a pensar que era invisible. Lo han conseguido. Esta situación es horrible. Ella reunió a las niñas, delante de mí. Yo estaba aquí sentado, aquí mismo, como ahora. Y ella y las niñas sentadas alrededor de la mesa esta de aquí —señaló la mesa que estaba en el centro del salón, una mesa marrón oscuro, de madera—. Les dijo: niñas, vuestro padre ha muerto, se ha ido, ya no vive con nosotras. Y yo aquí. No se lo pierda. ¡Yo aquí mismo! Y ella diciendo que ya no estoy, que no existo. Yo pienso: ¿pero qué coño dice esta tía loca? Me levanto y le pregunto qué está diciendo a las niñas. Y ninguna me mira. Les grito. ¿Qué pasa aquí? Y ni caso, como si de verdad no me oyeran. Ni me miraban. Vamos, que ni me han vuelto a mirar ni a hablar desde ese día. No me ponen plato en la mesa, ni silla; como en la cocina, solo, las sobras que encuentro por ahí. ¿Se puede creer lo que le estoy contando?
—Pues, la verdad…
—Claro. No me extraña. ¿Quién puede creerse algo así? Si es que es de locos, es de locos. Yo hablo, me muevo por la casa, y nada, ni me miran. A veces me rebelo ¿sabe? Un día, al principio, me encerré en el cuarto de baño y estuve allí tres días, sin comer ni nada, para ver si me pedían que saliera, pero nada. No me dijeron nada. Las oía decir que el baño estaba estropeado y no sé cómo se las apañaron, pero ninguna habló conmigo. Al final salí de allí, claro. Tenía hambre. Luego he intentado varias cosas. Bah, tonterías. Ni se inmutan. Las empujo cuando nos cruzamos por el pasillo y siempre dicen que han tropezado con algo y pasan de mí. O les apago el televisor y ellas dicen que se ha estropeado y se van a otro cuarto. No sirve de nada. Esto es inaguantable. No es vida, se lo digo yo. Soy un muerto en vida. Un muerto en vida… Y sí, podría marcharme, claro que podría, pero no sé adónde ir ¿se lo puede creer? A veces bajaba a la calle y charlaba con algún tendero, para asegurarme de que todavía estaba aquí, para comprobar que había gente que podía verme. Pero ya no salgo. Quizá me he acostumbrado a ser invisible. No sé. Además, ella fue diciendo por ahí que dejaran de verme, que me ignoraran, y sé que algunos le hacían caso. Cada vez tenía que ir más lejos para encontrar a alguien que admitiese mi presencia.
El hombre empezó a sollozar y yo fui incapaz de animarlo. Nunca me había encontrado con una situación así. No sabía qué podía aconsejarle. Pensé en ponerle una mano en el hombro, pero entonces apareció Lidia con dos tazas de café, una para ella y otra para mí. Se sentó a mi lado, en una silla, y me sonrió.
—¿Qué tal estás? —me dijo.
—Bien, es sólo que no entiendo la situación de tu padre…
Ella se puso tensa.
—¿Qué quieres entender? Ya te dije que murió. No hay nada que entender.
—¿Y quién es este hombre, entonces? —dije señalando al sillón en el que estaba sentado.
—¿Qué hombre? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te pasa?
—Este hombre que está aquí sentado.
—¡Ahí no hay nadie! ¿Qué pretendes? Me estás asustando. Mi padre murió, ya te lo dije.
El hombre entonces empezó a decir que no estaba muerto, como una letanía, para molestar nuestra conversación.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Pero ella parecía no oírle. Cuando miraba hacia el sillón como yo le pedía, parecía no verle. Todo era muy extraño. Llamó a su madre, y a su hermana, para que me confirmaran que el hombre estaba muerto. Y ellas me lo confirmaron, claro. Una tragedia, dijeron. Murió de repente. No pudo superar su despido. Nunca hablaban de ello porque son recuerdos dolorosos.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Me contaron que estaba irascible, que la vida con él se volvió insoportable, pero no le guardaban rencor. Un día salió y ya no volvió, contó la madre. Murió en la calle, ésa era la versión oficial. Fue terrible, me dijeron.
Y el hombre seguía con su letanía.
—No estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto…
Pero nadie le hizo caso. Tomamos el café tranquilamente y luego me marché.
La siguiente vez que visité la casa de Lidia, el hombre seguía allí, sentado en el mismo sillón, y su rostro se iluminó al verme, sin duda ilusionado ante la perspectiva de charlar con alguien. Pero hice como que no le veía. Me saludó y fingí no escucharle. Entonces agachó la cabeza y empezó a balancearse ligeramente, adelante y atrás, diciendo: «Me llamo Ricardo Sepúlveda Gutiérrez y no estoy muerto». Una y otra vez, como si rezara.
Lo ignoré por completo. A fin de cuentas, Lidia era una muchacha que me gustaba bastante.

Nota: Hace poco se publicó un artículo de Juan José Millás que se titulaba “Yo tampoco existo”. Hablaba sobre una campaña publicitaria que negaba la existencia de Dios. Se exhibía en autobuses de Cataluña. También en Inglaterra: “There is no god”. El artículo lo escribía inspirado por una fotografía en la que se veía a una muchacha luciendo una camiseta con este lema. En un momento dado, decía: Digo si usted fuera Dios, pero aunque usted fuera Ricardo Sepúlveda Gutiérrez, por elegir al azar un nombre de la Guía Telefónica, firmaría a gusto una campaña cuyo lema fuera “Ricardo Sepúlveda Gutiérrez no existe”. Ésa frase fue el detonante de este relato.

domingo, septiembre 14, 2008

Crisis

Cuando Juan López se detuvo frente a la entrada del edificio de oficinas en que trabajaba y, sin previo aviso, se puso a bailar a ritmo de rap, provocó sonrisas, expresiones de asombro y elocuentes movimientos de cabeza; solo quienes le conocían muy bien supieron comprender que acababa de sufrir un agudo ataque de nervios. Su Jefe llegó en ese momento y, al verlo tumbado sobre la acera, dando vueltas y vueltas, sin acabar de dar crédito al espectáculo que se le ofrecía, tomó una decisión con presteza y, al compás de aquel bailoteo, pidió a López que le acompañara a su despacho.
El despacho del Jefe se asemejaba a una enorme sala de operaciones o, al menos, causaba en López el mismo ánimo que si lo fuese, tanto es así que el solo crujido del asiento de cuero le hizo sentir tan asustado como si acabara de despertar de una horrible pesadilla. "Perdóneme, no sé qué es lo que me ha pasado". Pero el Jefe sí parecía saberlo, por supuesto; y no solo eso, sino que también era poseedor del remedio a sus problemas.
‑López, tómese la semana libre, vaya al campo con su familia, descanse, relájese, olvide el trabajo unos días y verá cómo el lunes se encuentra en plena forma.
El abatido Juan López dio las gracias y se marchó. Sus compañeros intentaron interesarse por su estado pero él los ignoró, absorto en sus propios problemas, preguntándose dónde ir a pasar el día, pues a su casa no le apetecía volver tan pronto, ya que el ambiente que le esperaba en ella no era el más propicio para superar una crisis. Su mujer llevaba varios días hablándole del divorcio y confesándole un sinnúmero de aventuras sexuales, mientras su hijo se encerraba en la habitación y se inyectaba cocaína o heroína o lo que mierdas fuese, con una insoportable música a todo volumen. No era precisamente la estampa familiar que había soñado a lo largo de su vida. Su hogar no era el reposo del guerrero, mas bien era la guarida de las fieras.
Arrastrando las piernas llegó hasta el parque de los Viveros y se dejó caer en un banco de madera, los pies en el suelo y la cabeza hundida entre los hombros. Un viento impertinente revolvió los cuatro pelos con los que intentaba ocultar su incipiente calva pero no le importó. Sus pequeños ojos grises se clavaron en el suelo examinando el enorme esfuerzo de unas hormigas que transportaban una cucaracha muerta. Antes de que se diera cuenta le cayó una lágrima que casi aplastó a uno de los insectos. Levantó la vista hacia un cielo que tenía las persianas cerradas y aspiró con fuerza el aire húmedo de la mañana.
Recordó los días que había pasado en aquel parque cuando era niño y todo le parecía muchísimo más grande, cuando el futuro era una imprecisa esperanza de felicidad, cuando se sentía seguro entre los brazos de sus padres. Entre estos árboles había paseado con su primera novia y, sentados en uno de estos bancos, se habían besado. Tal vez si se hubiese casado con ella todo hubiese sido distinto.
Una muchacha pasó entonces frente a él y le sacó de sus pensamientos. Era joven y bonita y, detrás de sus largas piernas, correteaba un pequeño perro de color blanco. Inmediatamente, Juan López sintió envidia de aquel animal, ausente de los problemas humanos, receptor de las caricias que le prodigaría su hermosa dueña, feliz correteando por el parque entre perfectas piernas de seda, con su ración de comida asegurada; y sin agobios de pagos ni stress ni hijos drogadictos ni nada de nada.
El perro se le quedó mirando fijamente, sintiendo sin duda pena por su lamentable estado. O quizá en su ignorancia envidiaba la situación de Juan López quien, por su parte, correspondió a aquella mirada con otra que intentaba escarbar en la pequeña cabeza del animal. Sus ojos se cruzaron fijamente hasta hacerle sentir que se desprendía de su cuerpo. Inexplicablemente, Juan López se vio a sí mismo sentado en el banco del parque, con expresión ausente y profiriendo suaves ladridos. Se vio desde lejos y sintió una extraña energía. Dio una vuelta sobre sí mismo y varios brincos, presa de una inexplicable sensación de euforia. Meneó la cola con fuerza y se acurrucó entre las largas y suaves piernas de su dueña.

sábado, junio 28, 2008

Jeep

Un día llaman a tu puerta y te dicen que se tienen que llevar a tu hijo porque lo van a convertir en un hombre, y no puedes retenerlo argumentando la fuerza del amor familiar porque lo que pretenden es que luche por su Patria, que es algo mucho más grande e importante; y les da igual lo que argumentes, no le piden que crea en nada, sólo que esté dispuesto a dar su vida por la Patria, no quieren su devoción, quieren que muera por la Patria, así de simple, y para eso van a convertirlo en alguien capaz de cumplir las órdenes más absurdas sin pestañear, como descargar un camión empezando por el fondo, sin pensar en lo ridículo que puede ser descargar un camión empezando por el fondo, él debe ser capaz de obedecer cosas de este tipo respondiendo con energía un ¡sí, señor!, que resulta tanto más estúpido cuanto más ridícula es la orden recibida, y tal vez un día te llegue una carta diciendo lo sentimos mucho, su hijo no estaba preparado para conducir un jeep, pero lo pusimos a conducir un jeep, así que se ha estrellado y se ha matado y ha destrozado el jeep, y lees la carta una y otra vez, intentando encontrarle un sentido, pero eres incapaz de encontrarle un sentido a todo aquello, así que lo único que te queda es arrugar la carta y llorar por él, maldiciendo ese sistema que te ha arrancado a tu hijo sin que hayas podido negarte, porque te dan un fusil y te dicen que mueras por la Patria y tú no tienes más remedio que ir y morir, es así de simple, y nadie puede impedirlo, nadie puede decir nada en contra, así que uno se queda hundido de impotencia mientras despide a su hijo y le dice, al menos, que tenga cuidado, aún sabiendo que no se puede tener cuidado en medio de una emboscada, pero se lo dices de todas formas, aunque no se te ocurrió decirle que tuviera cuidado al conducir, no pensaste en que podía ser peligroso conducir un jeep.


domingo, abril 20, 2008

Barreras

Camino con dificultad, arrastrando la mitad de mi cuerpo. También me cuesta hablar. La mitad de mi rostro se encuentra paralizado. Cuando intento abrir la boca, la parte izquierda de mis labios se queda inmóvil y todo mi rostro se desencaja ya que la mitad de mi expresión intenta estimular a la otra mitad y una ceja sube y la otra se queda igual y un ojo se abre y el otro se queda quieto. No es extraño pues que las palabras me salgan a medias, también mutiladas, surgen con dificultad, a trompicones. Algunas personas me vocalizan como si creyeran que soy sordo o que estoy idiota y no comprendo las cosas que me dicen. No les culpo. No es ilógico que supongan que dentro de un cuerpo desarticulado debe encerrarse un cerebro igualmente ruinoso. En ocasiones me dejo llevar, me sumerjo en su ignorancia con la misma amargura con que supongo darán el último paso los suicidas que se arrojan desde el puente a las frías y revueltas aguas del río. A veces, algún gracioso me intenta imitar, habla como yo, me ridiculiza y se ríe. Me concentro en su risa, me cubro con su desprecio. Intento borrar de mi mente otras imágenes más terribles, otras sensaciones, otras palabras, como el día en que sufrí el derrame o la sentencia de mi médico la semana pasada. Cuando llego a casa y me acuesto en la cama, esas risas continúan resonando en mi cabeza. También me duelen las frases de lástima, las explicaciones que algunas madres dan a sus hijos cuando éstos me señalan con el dedo, las miradas lánguidas, sobre todo de la gente cercana, de quienes me conocieron antes del ataque. Me gustaría gritarles, mandarlos al infierno, pero agacho la cabeza y paso de largo, en silencio. El que no tiene nada no tiene derecho a despreciar la mierda. Es triste quedar atrapado en un cuerpo roto, desde luego. Lloro muy a menudo, aunque intento sobreponerme, seguir adelante, superar los obstáculos, darme de hostias con los rituales, con la cotidianidad, con el menosprecio, con la lástima, con las burlas, con esto, con lo otro, día tras día, sintiendo el irrefrenable impulso de ponerme a gritar hasta caer inconsciente. Ahora, sin embargo, parece que ya todo da lo mismo, que carece de importancia, pues mi batalla está perdida. Me he encontrado con un viejo amigo a quien hacía tiempo que no veía. Me ha visto cojear y se ha acercado a mí y me ha preguntado qué me había pasado en la pierna. Luego me ha mirado el rostro, se ha fijado más detenidamente en mi brazo caído, y su expresión se ha ensombrecido de repente. He tratado de sonreír, pero creo que ha sido peor el remedio que la enfermedad, como suele decirse. Mi amigo ha intentado actuar como si nada ocurriera, como si tal cosa. Me ha dicho que se alegraba de verme y se ha preguntado cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que nos habíamos visto. Ya apenas lo recordaba. En cualquier caso, seguro que yo todavía no había sufrido el ataque. Afortunadamente no llegó a decir que por uno parece que no pasan los años. Me habló un poco de su trabajo, del estrés, se quejó lo normal y luego recordó algún momento del pasado en que él y yo habíamos reído juntos. Procuraba no mirarme directamente, miraba mucho al cielo, como si temiera que fuera a ponerse a llover de un momento a otro, pese a que el sol brillaba con fuerza y le deslumbraba implacable y le obligaba a parpadear y a mirar a otro lado, más allá de mi silueta torcida, por supuesto. Por fin, guardó un momento de silencio y creí que había llegado el momento de decir algo. A veces ocurre que uno se salta las buenas maneras y estalla como una bomba de relojería. Traté de erguirme al máximo y hablé, con mi voz trémula y pastosa de palabras doloridas.
Uno cree que no puede morir sin haber hecho nada en esta vida. La vida sin sentido es algo corriente, te lo aseguro. Tengo una familia que me necesita y un montón de proyectos en la cabeza, pero no podré llevarlos a cabo porque mi tiempo se agota sin remedio. Nadie puede pararlo. Esa es la realidad. Tu y yo fuimos al colegio juntos y ahora yo me voy y tu te quedas. No sé por qué. Nadie lo sabe.
Eso le he dicho. No se ha reído. Su rostro se ha vuelto blanco y sin duda su lengua le ha caído garganta abajo. Parecía una estatua cuando decidí seguir mi camino y empecé a arrastrar la mitad de mí mismo hacia delante, hacia ninguna parte, hacia el final.

jueves, marzo 20, 2008

Boxeo

No pasé de la tercera categoría, uno más del montón, además me retiré joven, antes de que me dejaran sonado, y sin embargo alguna vez me han reconocido y me han recordado aquellos tiempos, claro que no es frecuente, pero siento que me descompongo por dentro cuando alguien dice que me recuerda, y desearía salir corriendo, por eso se me pone un pequeño nudo en el estómago cada vez que entra alguien en la tienda, un nudo que se disuelve inmediatamente después de comprobar que el tipo no me va a hablar de cuando yo era boxeador.
La tienda es pequeña y en ella vendemos artículos de todo tipo. Se trata de productos que están muy rebajados de precio, bien por estar fabricados con un material muy económico o por pertenecer a partidas de saldo. Son productos caducos, como yo, acabados. La tienda no es mía. Sólo soy un empleado. Es un trabajo digno que me permite huir del infierno balbuciente que el alcohol me propone.
Cuando aquel hombre entró en la tienda lo reconocí antes incluso de que la campanita que colgaba sobre la puerta denunciara su presencia, pese a que los años le habían desgastado el cuerpo con especial saña. Apenas le quedaba un poco de pelo blanco sobre las orejas. Su rostro se había hinchado empequeñeciendo los ojos y agrandando la nariz chata y la boca torcida. No era alto, pero estaba tan gordo que sus pies le arrastraban con notable esfuerzo. Se dirigió directamente hacia mí, sin darme tiempo a esconderme, me tendió su mano grande y fuerte y me sonrió de un modo estúpido.
-Me alegro de verte -dijo, con un tono bobalicón, pronunciando cada palabra despacio y con cuidado.
No dije nada. Traté de sonreír, sin éxito. El hombre se llamaba Carlos. Había sido sparring y, en aquella época, su destino y el mío parecían unidos por el sueño de un futuro lleno de éxito, riqueza, fama y mujeres.
Los peores momentos se vivían en el vestuario, antes de la pelea, hundido en uno mismo, deseando que todo terminase rápido. Pensando en los golpes, en el dolor, en el propio cuerpo y en la propia vida y en la emoción de la lucha y en la expectación del público. El entrenador me daba un masaje mientras hablaba del contrincante y de la estrategia a seguir.
-Quieren parar la pelea -me dijo aquel día-, pero no debes preocuparte por nada. Les he dicho que la pelea tenía que celebrarse fuera como fuese.
-Han pasado muchos años -dijo Carlos-. Es increíble.
Solté su mano y hundí los puños en los bolsillos del pantalón.
-Creo que no nos hemos visto nunca, señor -dije, y mi voz sonó grave, monótona. Mi rostro se mantuvo impasible mientras mi cerebro se revolvía en la cabeza. No estaba seguro de lo que estaba haciendo. Sin embargo, desde el momento en que mis palabras se pasearon entre él y yo, ya era demasiado tarde para rectificar.
-Vi todos tus combates -insistió-. Hemos entrenado juntos. ¿Acaso te has olvidado de mí?
-¿Combates? -pregunté- No sé de qué me habla.
Igual que golpear el saco de entrenamiento. El chico se tambaleó de un lado al otro del ring al ritmo de mis golpes. Sus ojos no me miraban sino que me traspasaban y se perdían en la oscuridad de la sala.
Carlos me miró con extrañeza. Sus ojos se agrandaron.
-Vi tu último combate. Estuve allí. No fue culpa tuya. Tú no sabías que él estaba tan mal.
-¿Va a comprar algo o sólo quería charlar un rato?
Agachó la cabeza. Dio media vuelta y sus pies le arrastraron lentamente hasta la puerta.
-Vaya chiflado -dije justo antes de que saliera-. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Yo sabía perfectamente cómo estaba aquel chico. Sabía que tenía un tumor y que no aguantaría mis golpes. El médico había intentado parar la pelea y yo lo sabía. Lo sabía todo.
Cayó como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos. Tuve la sensación de que se había desplomado antes incluso de que le llegase mi golpe. Sus ojos quedaron en blanco y su pecho dejó de moverse. El médico subió de un salto y se agachó a su lado y le tocó el cuello. Su cara reflejaba el miedo. Miró a su alrededor, como si en silencio gritase pidiendo ayuda. Y volvió a tocarle el cuello. Subieron al chico a una camilla y lo bajaron del ring y, mientras recorrían el pasillo hacia la salida, el médico iba a su lado sin dejar de tocarle el cuello, sin perder la esperanza de encontrar un pulso que se había desvanecido. Yo lo vi todo desde el centro del cuadrilátero y, cuando me di cuenta, estaba solo y mi puño seguía en alto.
-Nada de lo que pueda hacer en esta vida -le digo al hombre- podrá borrar mi responsabilidad.
-Siento haberle molestado.
-Márchese y no le diga a nadie que me ha visto. No hable de mí. No cuente mi historia a sus amigos. No me conserve entre sus recuerdos.
Agachó la cabeza aún más y salió tan despacio que la campana de la puerta no llegó a sonar. Todo quedó de nuevo en calma y pensé que aquel hombre no había existido nunca.

viernes, febrero 01, 2008

Desesperación

En una habitación de hospital está una niña de siete años que necesita urgentemente un trasplante de pulmones. Los médicos no le dan esperanza de vida; según ellos, hace tres días que debería haber muerto, a pesar de lo cual la niña sobrevive, merced a unas desmesuradas ganas de vivir. Su trasplante tiene la máxima prioridad, lo que quiere decir que en cuanto se disponga de los pulmones de un niño, en cualquier lugar del mundo, los mandarán urgentemente a este hospital. Junto a la cama están los padres de la niña, sentados en un pequeño sofá-cama. Están destrozados, apenas duermen, observando los tubos que mantienen viva a su hija y el monitor que certifica que todavía resiste. Entonces, sin pensarlo, la madre dice: Es increíble. No me digas que en los cinco días que llevamos aquí no se ha muerto ningún niño en ningún lugar del mundo.

martes, noviembre 27, 2007

Venganza

En octavo curso me hacía la vida imposible. Me tenía aterrorizado. Me ponía la zancadilla por los pasillos. Me llenaba la camisa de escupitajos. Me despeinaba. Me tiraba al suelo. Me bajaba los pantalones. Me levantaba de mi asiento y se sentaba él. Me quitaba la comida de la bandeja. Me empujaba. Me cogía la cartera a la hora de la salida y la lanzaba al centro del campo de fútbol… Así durante dos años. Y yo pasaba los días aterrorizado. Temblaba nada más verlo.
Y ahora lo tenía frente a mí.
Vestía un traje barato que le venía estrecho y me contaba que tenía una empresa, con varios trabajadores, que no quería despedir a nadie, pero necesitaba un crédito. Casi me estaba suplicando. Ni siquiera me había reconocido. Estaba sentado en el borde de la silla y se retorcía las manos. Me llamaba señor Director, con reverencia, y me pedía que tuviera la amabilidad de ayudarle, que estaba desesperado, que respondería con todos sus bienes, que no me arrepentiría… Y yo le escuchaba sin decir nada, con fingido interés, aparentando estar preocupado por su problema.

domingo, agosto 05, 2007

Hasta el horizonte


Cuando vio a lo lejos la silueta del tren, saltó de la silla en la que había estado encaramado y corrió escaleras abajo hasta la calle. Hacía calor. Corría tan aprisa que sus zapatillas deportivas llegaban a levantar tanto o más polvo que las ruedas del coche de su padre. Sentía el sudor bajo los despeinados cabellos de color rojo. El tren se acercaba con rapidez, y crecía. Daniel apretó el paso con determinación. Se impulsaba agitando los brazos adelante y atrás, con los puños fuertemente cerrados. Sólo quedaban unos metros. Algo le cayó del bolsillo, la pelota de goma seguramente, pero no se detuvo. Siguió corriendo con fuerza. El tren dejó escapar su temible grito; pero antes de que produjese el segundo, Daniel ya había brincado sobre el suelo de la estación. Levantó los brazos y se puso a saltar como si fuese un boxeador que acabase de ganar el combate de su vida.
El viejo Florentino, que salía con la gorra puesta y una bandera roja en la mano, se le quedó mirando y sonrió.
Las enormes ruedas de metal llegaron a cámara lenta y, al fin, se detuvieron. No había pasajeros en el tren, en su mayoría eran trenes de mercancías los que pasaban por el pueblo. Daniel sonreía y seguía saltando. Pero, de pronto, vio algo. Se quedó quieto. Un hombre saltó al suelo desde el último vagón. Daniel miró a Florentino y comprobó que éste no se había dado cuenta de nada.
El niño se despidió del jefe de estación y volvió al camino, despacio ahora, sin apartar la vista del forastero, que era grande y fuerte y se movía con cautela. Daniel se metió las manos en los bolsillos. El hombre vestía una chaqueta de pana, unos vaqueros y unas botas de lona. Tenía poco pelo y barba. Entraron en la calle principal del pueblo, uno detrás del otro.
Su padre le había dicho una y mil veces que no se acercara a los desconocidos; y le había contado, una y mil veces también, el trágico suceso del hijo de los Juárez, no de éstos, pues la historia era antigua, sino de la generación anterior. El caso es que ese niño (que sería, si lo había entendido bien, tío de su amigo Juan Juárez) se subió en el auto de un forastero y desapareció de repente. Todo el pueblo se revolucionó y se organizaron batidas para buscarlo, pero nunca volvió a saberse nada de él. Era una historia que le asustaba mucho. Pero, por muchas vueltas que le diese, no iba a dejar de seguir a aquel extraño personaje.
Llegaron hasta el bar de Eutimio. El hombre se sentó en una mesa. Daniel se acercó a una de las máquinas y metió una moneda en la ranura. Una bola metálica apareció en el pasillo de salida y la empujó con el taco correspondiente: primero tiró de él hasta comprimir el muelle al máximo, luego lo soltó y la bola salió al terreno de juego, bing‑bang‑bing, luces y puntos en el marcador. El hombre pidió una botella de vino y un filete. El niño empujaba la máquina y hacía fuerza con las caderas pero, de vez en cuando, miraba de reojo al desconocido. Una de las veces, sus miradas se cruzaron y a Daniel le dio un vuelco el corazón y apartó la vista enseguida. Era pronto y en el bar apenas había un par de personas más aparte de ellos.
Las monedas se terminaron y la máquina guardó silencio. Al hombre todavía le quedaba mucha comida en el plato y Daniel se preguntó qué podía hacer para no llamar la atención. Comenzó a caminar entre las mesas, pensativo, balanceando las piernas, remolón, acariciando los respaldos de las sillas con los dedos. Podía esperar fuera hasta que lo viese salir, pero no quería perderlo de vista, ya que si por casualidad, aunque no era probable, el forastero se percataba de que le estaban siguiendo, podía escurrirse por la puerta trasera y darle esquinazo. Pasó junto al hombre, casi le rozó la enorme espalda, y se detuvo sin mirarlo. La mente se le quedó en blanco súbitamente. Y sin darle más vueltas al asunto se sentó en la misma mesa y quedaron frente a frente.
El hombre miró al muchacho con curiosidad y dejó de masticar un momento. Arrugó las cejas, pero no dijo nada. Llenó hasta arriba su vaso de vino y continuó triturando el filete entre sus dientes.
‑Le he visto bajar del tren ‑dijo el niño.
El hombre no contestó.
‑No llevaba billete, ¿verdad?
De nuevo sus ojos claros y pequeños se dirigieron al muchacho pelirrojo y otra vez interrumpió su comida y dejó el cubierto sobre la mesa, con fuerza, y una imagen entró en su cabeza con el ímpetu de un toro. Un fogonazo. Otro niño, varios años antes, preguntándole: "¿tienes los billetes, papá?" Era en la puerta de un teatro y él se rebuscaba en todos los bolsillos.
‑Le vi saltar desde el último vagón.
"Venga, papá, va a empezar la función". Su mujer le miraba y sonreía. "Deberían estar por aquí", decía él, y le guiñaba el ojo a su esposa. Le encantaba verla reír. "Deja de hacerle rabiar". Y ésa fue la señal para poner fin al juego. "¡Tatachán!", y los billetes en la mano.
‑Le he seguido porque creo que usted se ha escapado de la cárcel ‑prosiguió el muchacho‑. Eso, o es un espía.
Ocurrió algo de pronto, antes de que entrasen en la sala. Un gran estruendo. Y una fuerza invisible le levantó del suelo. Gritos, cristales rotos, un latigazo de calor y dolor, confusión, objetos cayendo, una nube... Al principio creyó que estaba muerto.
‑¿Por qué no te vas a jugar y me dejas en paz?
‑Es un fugitivo, ¿a que sí?
Se bebió de un trago el vaso de vino y volvió a llenarlo. Pensó que en el fondo aquel niño tenía razón.
‑SÍ, soy un fugitivo. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Delatarme?
Daniel pareció meditar.
‑No sé ‑dijo.
‑Si lo haces, no podré seguir mi viaje.
Pensar en la interrupción de su viaje, aunque fuese sólo como un juego, le puso triste y le hizo recordar su casa, ahora vacía. No podía volver allí.
‑Mira, me he acostumbrado a vivir en los trenes, a respirar el metal, a dormir arrullado por su traqueteo. En un tren, me siento libre y puedo respirar.
‑Yo nunca he subido en el tren ‑dijo Daniel.
‑Yo abandoné mi hogar y mi trabajo, subí en el primer tren que encontré y de ése pasé a otro y a otro, siempre adelante, dispuesto a llegar hasta el horizonte, hasta el fin del mundo.
‑¿Y tu familia?
El aire se volvió espeso.
‑Yo no tengo familia. ¿Quieres un helado?
Se pusieron en pie. El hombre pagó su comida y le compró un cucurucho al muchacho. Luego, salieron a la calle. El calor aturdía y el exceso de luz les obligó a arrugar los ojos. Comenzaron a andar despacio. El niño le cogió la mano.
‑No le delataré, pero quiero ver cómo lo hace.
‑¿El qué?
‑Subir a un tren sin que le vean.
Accedió. A fin de cuentas, ya había comido y nada más tenía que hacer allí. Sonrió al darse cuenta de que se encontraba más a gusto sobre un vagón en movimiento que sobre tierra firme.
Fueron hacia las afueras de nuevo. Por el camino, Daniel encontró su pelota de goma y se la guardó en el bolsillo. Caminaban como dos amigos y el hombre experimentaba una extraña sensación al notar la mano del niño entre la suya. Llegaron a la estación, la rebasaron, cruzaron las vías y siguieron adelante hasta unos árboles que Daniel conocía como "el bosque".
‑Este será un buen sitio para esperar sin que nos vean.
‑Si ‑admitió el hombre‑.¿Cuándo pasará el próximo tren?
Creía que no iba a tardar mucho pero, en realidad, no lo sabía; y le dio miedo decírselo al Fugitivo.
‑A veces vengo aquí con mis amigos y le tiramos piedras a los trenes.
‑Tendré cuidado a partir de ahora.
A pesar de la sombra, el calor seguía siendo fuerte. No se escuchaba ningún pájaro. Por un momento, una leve brisa pareció mover las hojas, pero se detuvo enseguida, sin fuerza. El hombre se recostó sobre uno de los troncos y miró al pueblo, semienterrado a lo lejos. Otro pueblo más del que desconocía el nombre. Daniel cogió un saltamontes y se lo enseñó y luego le arrancó las patas traseras y lo dejó en el suelo.
‑Yo antes trabajaba en una oficina, ¿sabes? Era cajero.
Se escuchó un silbato a lo lejos. El hombre se irguió. El niño mató al saltamontes con el pie. Y los dos miraron hacia la estación.
‑Ya está ahí ‑susurró el muchacho.
La enorme máquina se detuvo junto al andén.
Daniel miró al hombre, le miró la cara redonda, los ojos, la nariz chata, las arrugas, la piel morena, la barba encanecida. Luego le miró los hombros, ligeramente encorvados, y las manos y los largos dedos. Escuchó de nuevo el sonido del tren. El fugitivo se puso en pie, le revolvió el pelo y le sonrió. Entonces echó a correr. Sus movimientos eran torpes. Parecía hundirse en el polvo un poco más a cada paso. Avanzaba como un oso herido. Por fin, llegó junto a la vía, localizó un vagón abierto y saltó hacia él con determinación.


Hasta pronto. Comienzo mis vacaciones y no sé si podré hacer alguna incursión en el blog durante el mes de Agosto. Espero que os guste este relato. Os recomiendo también que visiteis esta dirección. Sé que dejo muchas cosas pendientes, pero la parada es necesaria. Un abrazo.

martes, julio 10, 2007

Nuevo empleo

El trabajo dignifica. Uno no debe nunca avergonzarse de ganarse la vida honradamente. Y yo nunca hice daño a nadie. Nunca. Siempre intenté tomar las decisiones correctas, aunque a veces las circunstancias parecen empeñadas en ponerme la zancadilla.

Cuando me echaron del trabajo sabía que, a mi edad, ya me sería difícil encontrar un buen empleo, así que desde un primer momento supe que tendría que aceptar cualquier tipo de trabajo, y este no es de los peores, eso lo sé, por muy incómodo que me sienta, especialmente hoy, cuando veo a mi hijo dirigirse hacia mí.

Mi hijo tiene cinco años y espero que algún día llegue a ser una persona que pueda mantener a su familia sin estrecheces. Con eso me conformo. No quiero que gane el premio Nobel ni ninguna estupidez semejante, sólo quiero que pueda vivir con comodidad, y no es poco, lo puedo asegurar. Es un buen chico y, cuando me veo en sus ojos, que brillan como si fueran capaces de mirar en mi interior, siento que no merezco su admiración. Es normal que un niño admire a su padre, pero yo no lo merezco.

Ha debido venir con el colegio. Sí, veo a su profesora, que no parece haberme reconocido. Admito que siento vergüenza y que me gustaría poder huir, pero no puedo, debo permanecer aquí sentado, viendo cómo mi hijo se acerca, hasta que le llega el turno y se sienta en mi rodilla y me dice: “Santa Claus, ¿sabes que usas la misma colonia que mi papá?”

jueves, mayo 24, 2007

Una buena causa

El ambiente es muy fashion, de verdad. Lo repito una y otra vez, aunque no sé lo que significa. Mi acompañante me ha dicho que lo diga a menudo, parece que es muy apropiado en este tipo de fiestas. Hay gente muy importante: presentadores de televisión, famosos de los que salen en las revistas del corazón, cantantes... Aunque en el grupo en el que me encuentro no hay nadie conocido. Oigo a alguien preguntar: ¿A favor de qué o quién es esta fiesta benéfica? Ni puta idea, le responden. Es verdad, añade otro, ¿qué es lo que estamos apoyando? Tenemos que saber qué es lo que se defiende esta noche, por si nos preguntan los de la tele. Pues léete el programa si tanto te preocupa. Joder, es que vosotros pasáis de todo. Mira oye, ¿por qué no sales a que te dé el aire? ¿Qué es lo que te preocupa? Si alguien te pregunta, sé ambiguo, ¿no sabes acaso ser ambiguo? Es fácil, dices que es muy importante para ti estar aquí, que siempre estuviste muy comprometido con esta causa, y cosas así, ¿entiendes? Sin concretar. ¿Pero qué causa? Y dale. Yo voy a por otra copa, parece que los camareros están en huelga. ¿Pero quién es el que ha entrado? Es un actor, digo, pero no recuerdo su nombre ahora, hace una serie muy buena. Las luces se mueven y corren hacia otro lado. Alguien me toca la pierna. Miro hacia abajo. ¿Hace el favor de bajar de mi silla? Claro, claro, disculpe. A veces, me cruzo con alguien que me sonríe o me pregunta ¿qué tal?, sin esperar respuesta, y yo digo que todo es muy fashion. El ambiente está cargado, lleno de humo y de frases banales. Me detengo para respirar, sólo eso, respirar, en un rincón, y los murmullos vienen hacia mí como dardos. Creo que he visto a alguien que lleva un traje igual que el mío, dice una voz, ¿lo puedes creer?, es horrible, horrible, tengo ganas de llorar y todo. Miro a mi alrededor. La mezcla de perfumes caros produce una atmósfera que casi se puede mascar. Todo el mundo ríe. Todo el mundo tiene la boca abierta y parece feliz. Nadie está consternado por la causa que han venido a apoyar, a pesar de que debe ser un asunto serio y triste y dramático, sea cual fuere.