No pasé de la tercera categoría, uno más del montón, además me retiré joven, antes de que me dejaran sonado, y sin embargo alguna vez me han reconocido y me han recordado aquellos tiempos, claro que no es frecuente, pero siento que me descompongo por dentro cuando alguien dice que me recuerda, y desearía salir corriendo, por eso se me pone un pequeño nudo en el estómago cada vez que entra alguien en la tienda, un nudo que se disuelve inmediatamente después de comprobar que el tipo no me va a hablar de cuando yo era boxeador.
La tienda es pequeña y en ella vendemos artículos de todo tipo. Se trata de productos que están muy rebajados de precio, bien por estar fabricados con un material muy económico o por pertenecer a partidas de saldo. Son productos caducos, como yo, acabados. La tienda no es mía. Sólo soy un empleado. Es un trabajo digno que me permite huir del infierno balbuciente que el alcohol me propone.
Cuando aquel hombre entró en la tienda lo reconocí antes incluso de que la campanita que colgaba sobre la puerta denunciara su presencia, pese a que los años le habían desgastado el cuerpo con especial saña. Apenas le quedaba un poco de pelo blanco sobre las orejas. Su rostro se había hinchado empequeñeciendo los ojos y agrandando la nariz chata y la boca torcida. No era alto, pero estaba tan gordo que sus pies le arrastraban con notable esfuerzo. Se dirigió directamente hacia mí, sin darme tiempo a esconderme, me tendió su mano grande y fuerte y me sonrió de un modo estúpido.
-Me alegro de verte -dijo, con un tono bobalicón, pronunciando cada palabra despacio y con cuidado.
No dije nada. Traté de sonreír, sin éxito. El hombre se llamaba Carlos. Había sido sparring y, en aquella época, su destino y el mío parecían unidos por el sueño de un futuro lleno de éxito, riqueza, fama y mujeres.
Los peores momentos se vivían en el vestuario, antes de la pelea, hundido en uno mismo, deseando que todo terminase rápido. Pensando en los golpes, en el dolor, en el propio cuerpo y en la propia vida y en la emoción de la lucha y en la expectación del público. El entrenador me daba un masaje mientras hablaba del contrincante y de la estrategia a seguir.
-Quieren parar la pelea -me dijo aquel día-, pero no debes preocuparte por nada. Les he dicho que la pelea tenía que celebrarse fuera como fuese.
-Han pasado muchos años -dijo Carlos-. Es increíble.
Solté su mano y hundí los puños en los bolsillos del pantalón.
-Creo que no nos hemos visto nunca, señor -dije, y mi voz sonó grave, monótona. Mi rostro se mantuvo impasible mientras mi cerebro se revolvía en la cabeza. No estaba seguro de lo que estaba haciendo. Sin embargo, desde el momento en que mis palabras se pasearon entre él y yo, ya era demasiado tarde para rectificar.
-Vi todos tus combates -insistió-. Hemos entrenado juntos. ¿Acaso te has olvidado de mí?
-¿Combates? -pregunté- No sé de qué me habla.
Igual que golpear el saco de entrenamiento. El chico se tambaleó de un lado al otro del ring al ritmo de mis golpes. Sus ojos no me miraban sino que me traspasaban y se perdían en la oscuridad de la sala.
Carlos me miró con extrañeza. Sus ojos se agrandaron.
-Vi tu último combate. Estuve allí. No fue culpa tuya. Tú no sabías que él estaba tan mal.
-¿Va a comprar algo o sólo quería charlar un rato?
Agachó la cabeza. Dio media vuelta y sus pies le arrastraron lentamente hasta la puerta.
-Vaya chiflado -dije justo antes de que saliera-. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Yo sabía perfectamente cómo estaba aquel chico. Sabía que tenía un tumor y que no aguantaría mis golpes. El médico había intentado parar la pelea y yo lo sabía. Lo sabía todo.
Cayó como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos. Tuve la sensación de que se había desplomado antes incluso de que le llegase mi golpe. Sus ojos quedaron en blanco y su pecho dejó de moverse. El médico subió de un salto y se agachó a su lado y le tocó el cuello. Su cara reflejaba el miedo. Miró a su alrededor, como si en silencio gritase pidiendo ayuda. Y volvió a tocarle el cuello. Subieron al chico a una camilla y lo bajaron del ring y, mientras recorrían el pasillo hacia la salida, el médico iba a su lado sin dejar de tocarle el cuello, sin perder la esperanza de encontrar un pulso que se había desvanecido. Yo lo vi todo desde el centro del cuadrilátero y, cuando me di cuenta, estaba solo y mi puño seguía en alto.
-Nada de lo que pueda hacer en esta vida -le digo al hombre- podrá borrar mi responsabilidad.
-Siento haberle molestado.
-Márchese y no le diga a nadie que me ha visto. No hable de mí. No cuente mi historia a sus amigos. No me conserve entre sus recuerdos.
Agachó la cabeza aún más y salió tan despacio que la campana de la puerta no llegó a sonar. Todo quedó de nuevo en calma y pensé que aquel hombre no había existido nunca.
La tienda es pequeña y en ella vendemos artículos de todo tipo. Se trata de productos que están muy rebajados de precio, bien por estar fabricados con un material muy económico o por pertenecer a partidas de saldo. Son productos caducos, como yo, acabados. La tienda no es mía. Sólo soy un empleado. Es un trabajo digno que me permite huir del infierno balbuciente que el alcohol me propone.
Cuando aquel hombre entró en la tienda lo reconocí antes incluso de que la campanita que colgaba sobre la puerta denunciara su presencia, pese a que los años le habían desgastado el cuerpo con especial saña. Apenas le quedaba un poco de pelo blanco sobre las orejas. Su rostro se había hinchado empequeñeciendo los ojos y agrandando la nariz chata y la boca torcida. No era alto, pero estaba tan gordo que sus pies le arrastraban con notable esfuerzo. Se dirigió directamente hacia mí, sin darme tiempo a esconderme, me tendió su mano grande y fuerte y me sonrió de un modo estúpido.
-Me alegro de verte -dijo, con un tono bobalicón, pronunciando cada palabra despacio y con cuidado.
No dije nada. Traté de sonreír, sin éxito. El hombre se llamaba Carlos. Había sido sparring y, en aquella época, su destino y el mío parecían unidos por el sueño de un futuro lleno de éxito, riqueza, fama y mujeres.
Los peores momentos se vivían en el vestuario, antes de la pelea, hundido en uno mismo, deseando que todo terminase rápido. Pensando en los golpes, en el dolor, en el propio cuerpo y en la propia vida y en la emoción de la lucha y en la expectación del público. El entrenador me daba un masaje mientras hablaba del contrincante y de la estrategia a seguir.
-Quieren parar la pelea -me dijo aquel día-, pero no debes preocuparte por nada. Les he dicho que la pelea tenía que celebrarse fuera como fuese.
-Han pasado muchos años -dijo Carlos-. Es increíble.
Solté su mano y hundí los puños en los bolsillos del pantalón.
-Creo que no nos hemos visto nunca, señor -dije, y mi voz sonó grave, monótona. Mi rostro se mantuvo impasible mientras mi cerebro se revolvía en la cabeza. No estaba seguro de lo que estaba haciendo. Sin embargo, desde el momento en que mis palabras se pasearon entre él y yo, ya era demasiado tarde para rectificar.
-Vi todos tus combates -insistió-. Hemos entrenado juntos. ¿Acaso te has olvidado de mí?
-¿Combates? -pregunté- No sé de qué me habla.
Igual que golpear el saco de entrenamiento. El chico se tambaleó de un lado al otro del ring al ritmo de mis golpes. Sus ojos no me miraban sino que me traspasaban y se perdían en la oscuridad de la sala.
Carlos me miró con extrañeza. Sus ojos se agrandaron.
-Vi tu último combate. Estuve allí. No fue culpa tuya. Tú no sabías que él estaba tan mal.
-¿Va a comprar algo o sólo quería charlar un rato?
Agachó la cabeza. Dio media vuelta y sus pies le arrastraron lentamente hasta la puerta.
-Vaya chiflado -dije justo antes de que saliera-. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Yo sabía perfectamente cómo estaba aquel chico. Sabía que tenía un tumor y que no aguantaría mis golpes. El médico había intentado parar la pelea y yo lo sabía. Lo sabía todo.
Cayó como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos. Tuve la sensación de que se había desplomado antes incluso de que le llegase mi golpe. Sus ojos quedaron en blanco y su pecho dejó de moverse. El médico subió de un salto y se agachó a su lado y le tocó el cuello. Su cara reflejaba el miedo. Miró a su alrededor, como si en silencio gritase pidiendo ayuda. Y volvió a tocarle el cuello. Subieron al chico a una camilla y lo bajaron del ring y, mientras recorrían el pasillo hacia la salida, el médico iba a su lado sin dejar de tocarle el cuello, sin perder la esperanza de encontrar un pulso que se había desvanecido. Yo lo vi todo desde el centro del cuadrilátero y, cuando me di cuenta, estaba solo y mi puño seguía en alto.
-Nada de lo que pueda hacer en esta vida -le digo al hombre- podrá borrar mi responsabilidad.
-Siento haberle molestado.
-Márchese y no le diga a nadie que me ha visto. No hable de mí. No cuente mi historia a sus amigos. No me conserve entre sus recuerdos.
Agachó la cabeza aún más y salió tan despacio que la campana de la puerta no llegó a sonar. Todo quedó de nuevo en calma y pensé que aquel hombre no había existido nunca.
14 comentarios:
El mundo del boxeo lo he vivido de primera mano pues mi padre fue boxeador profesional. Peleas de aficionados, títulos nacionales e incluso mundiales me tocó presenciar junto a él. Deporte violento como pocos, aún recuerdo aquella vez sentado en la fila de jueces, que la sangre del boxeador salpicó mi camisa.
Estupendo relato que refleja una parte trágica de este deporte. Felicidades.
Qué buen relato. Me recordó a Puños Rotos, la novela de Leonard Gardner que luego fue llevada al cine por John Huston. Es, para mi gusto, el mejor libro de ficción acerca del boxeo. Te lo recomiendo.
Me ha gustado mucho tu relato, Miguel. Lo interesante es que siempre nos cuentas historias en donde los personajes son tan distintos pero al mismo tiempo están vinculados por ese algo fatídico, por esa tragedia o ese pesar que les persigue.
Excelente relato Miguel.No me gusta el boxeo,pero adoro las películas y relatos de este deporte,quizá porque creo ver en estas historias una terrible,y a la vez,bella metáfora de la lucha por la vida.Si tengo que mencionar a algunas películas favoritas serían:El boxeador,de Buster Keaton.The Sep-Up,una auténtica obra maestra.Más dura será la caída.Fat City.Marcado por el odio.Toro Salvaje y Millon Dollar Baby.Te recomiendo un magistral relato de Jack London titulado Por un bistec.
El cuadrilátero es también la calle,la búsqueda del sustento,la fábrica,el abandono y la indiferencia social hacia los deseheradados de la fortuna. A los que luchas a base de sufrimientos para seguir adelante de la manera más miserable.El ring de la vida que nos pone a la mayoría de todos nosotros besando la lona de la existencia pura y dura.Siempre es dura la caída,y eso sólo lo saben los perdedores.¿Acaso no está la violencia más brutal fuera del ring?La vida es cada vez más dura y nuestras caídas,también.
Un abrazo,amigo.
Muy buen relato. El lenguaje del narrador -lleno de tristeza- colabora en el éxito tanto como la propia historia. Suscribo las recomendaciones de Francisco Machuca, sobre todo la de "Por un bistec", un relato maravilloso. Saludos.
por un momento pensé que usted había boxeado, y que en esta región había quien hubiese pasado por eso tan así, como de película americana....
Particularmente no me gusta el boxeo. Nunca me ha gustado. Tu relato me ha hecho descubrir el porqué: siempre he creído que el boxeador triunfante debía de sentirse verdugo en lugar de ganador, aunque no necesariamente fuera el causante de una muerte como tu protagonista.
Me ha encantado el relato.
Saludos
Tú siempre desgarras.
Leer este tipo de relatos es encontrarse con la infancia olvidada, aquella en donde mi padre no se perdía los sábados, de ver el boxeo por la tv. Y yo, me escondía asustada.
Tu texto lo leerán los chicos del círculo. Con permiso, me lo llevo.
Abrazos.
Sí. Después de estar dándole vueltas a tu relato para sacarle punta (irremediable incorreción en mí), me he dado cuenta a pesar de haber visto tantas películas cuyo escenario era un ring de que, el boxeo es un tema plenamente literario: se deben de dar todas las emociones y sensaciones posibles en toda la liturgia de un combate en la persona del boxeador. Así que considero el tema como una buena elección.
En cuanto al personaje decir, que consigues mostrar una porción de su personalidad, al hilo de la historia, en muy pocas palabras. Un toque de buena pluma.
Podría estar un rato repasando contigo todos los aspectos que me han parecido interesantes, pero uf, no quiero ser pesado.
Un saludo,
Eduardo Flores.
Muchas gracias por vuestras opiniones. Mi padre era aficionado al boxeo, no profesional, y él me contó la historia de un boxeador cuyo contrincante cayó muerto en el ring. A partir de ese momento, éste hombre tenía miedo de pegar y perdía los combates. Al final, se tuvo que retirar.
Me gusta especialmente que aparezcan titulos de libros relacionados con el boxeo y de una calidad indiscutible, así que no puedo dejar pasar la oportunidad de recomendar también un pequeño libro titulado "Del boxeo", cuya autora es Joyce Carol Oates. Una joya.
Aprendo de vuestras indicaciones.
Un fuerte abrazo.
No me gusta el box .
El relato es hermoso , cuantos mas habrá que contar ?
La prosa está tan ajustada como el mecanismo de un reloj, valga la fácil pero exacta comparación: es casi milimétrica su precisión. Eres un gran escritor, amigo, no me cabe ninguna duda.
Pato, me alegra que te haya gustado. El boxeo es un deporte brutal, estamos de acuerdo.
Francisco, mil gracias por tus ánimos, amigo. Siempre consigues levantarme la moral.
Un abrazo.
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